El infierno
La ola de calor que puso a arder Europa en el año 2003 dejó 70 mil muertos, muchos más que los producidos por otros fenómenos meteorológicos como los huracanes o las inundaciones. Si ese mismo año hubiera muerto esa misma cantidad de personas a causa de un terremoto o de la erupción de un volcán, la tragedia hubiera ocupado durante días las primeras planas de los periódicos, y la atención de los dirigentes del resto de los países. Pero resulta que las víctimas del calor extremo no suelen ser noticia, aun cuando sean 70 mil, por una variedad de razones. Yo estaba en Barcelona durante aquella ola infernal de calor y recuerdo que, además de las sugerencias de la alcaldía, que invitaba a la ciudadanía por todos los medios a que se quedara en su casa frente al ventilador, había una cadena de supermercados que invitaba, a quién lo necesitara, a refugiarse en el frescor que ofrecían sus tiendas con aire acondicionado.
Los muertos por este fenómeno no contabilizan mediáticamente porque casi nunca mueren directamente de un golpe de calor, son gente con alguna enfermedad o con muchos años de edad, gente en un estado de debilidad que se exacerba con el calor. Otra de las razones de su invisibilidad es que el número de víctimas, al estar repartidas en varios países, se difumina; los 70 mil que cuenta la revista The Economist es la suma de todas las víctimas europeas.
Decía en un artículo anterior que los expertos han puesto el año 2030 como límite para hacer algo coordinado, contundente y planetario, una acción colectiva que evite el desastre ecológico que, en ese año que han señalado, llegará al punto de no retorno. La ola de calor que afectó a Europa en el 2003, y la nueva ola que sufren otra vez, ahora mismo, los europeos, son consecuencia directa de los gases de efecto invernadero que produce nuestra civilización, es decir, que son obra nuestra. Esta ola de calor no es la primera de este año,
hace unas semanas hubo otra y en junio, el aire caliente que sube del desierto del Sahara, provocó otra.
La del año 2003 fue dictaminada por la Oficina de Meteorología inglesa como un raro fenómeno que sucede cada cien años; antesdeaquellaolasecalculabaqueelfenómeno aparecía cada milenio. Pero resulta que 16 años después Europa está sumida en otra ola de calor, con sus réplicas y, a partir de esta evidencia ya se calcula que alrededor del año 2040 las olas de calor serán un episodio común. Las fechas fatídicas se van acumulando, al punto de no retorno del 2030, se añade la llegada del infierno en el 2040.
En 2018, hace apenas un año, llegó a territorio holandés una ola de calor que, en tres semanas, mató a 300 personas, de acuerdo con el mismo estudio que ha presentado la revista The Economist. ¿Por qué nadie repara en un fenómeno que liquida a cien personas por semana? Por las razones que apunté más arriba pero también porque no se trata de un fenómeno propiamente natural, sino de un monstruo que hemos construido nosotros y que ahora amenaza con exterminarnos; así como le pasaba al doctor Frankenstein, nos cuesta todavía trabajo darnos cuenta de la monstruosidad de nuestra criatura.
Inevitablemente, una ola de calor tras otra, llegará el día en el que la sociedad completa, con sus gobiernos, su industria y sus medios de comunicación, tendrá que implicarse en el fenómeno antes de que arrase con una buena parte de la población, con esa parte que constituyen los países más pobres que son, naturalmente, los más vulnerables.
Algo empieza a hacerse, pero sigue siendo un esfuerzo que no está a la altura del desafío climatológico, se trata de un esfuerzo casi testimonial pero que podría servir como punto de partida. En algunas ciudades españolas, como Córdoba, se han instalado en la calle aspersores de agua que refrescan el ambiente, y lo mismo se hace en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. En la ciudad de Philadelphia, que sufre también olas de calor, cada vez más brutales, se han empezado a instalar “techos frescos” (cool roofs), una invención a base de rendijas y porciones de lona que reduce la temperatura en el interior de las casas, y empieza a promoverse la pintura blanca para las paredes; además, una iniciativa de la alcaldía pretende multiplicar las zonas verdes de la ciudad. Todo esto son pequeñas acciones que servirán, en el mejor de los casos, como fundamento para la batalla de verdad que tendrá que ser contra las emisiones de gases de efecto invernadero,unabatallaquetendríaqueestar ya muy empezada en el año 2030.
Desde hace siglos nuestra especie pronostica, cíclicamente y según la temporada, la forma en que va a acabarse el mundo: destruido por un meteorito, volado en pedazos por un cometa, invadido por un ejército de extraterrestres, devastado por un accidente en una planta de energía nuclear, arrasado por una plaga letal e incontrolable, hecho añicos por el arma destructiva de un líder mundial irresponsable. Todas estas floridas calamidades tienen un componente épico, de ellas se espera un gran final, una clamorosa tragedia a la altura de nuestra especie, pero, atendiendo la forma en que la realidad se va perfilando, quizá el final será mucho más modesto, sin ninguna épica y a la medida de nuestra estupidez: nos iremos calcinando poco a poco en ese infierno que hemos creado nosotros mismos.