Milenio Laguna

La bronca con lo de la moral/ I

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Los pecados, excepto aquellos que son delitos, no merecen obligatori­as condenas porque la moral, a diferencia de la ética, es un tema de reglamenta­ciones de carácter circunstan­cial que dependen de la cultura, de la época, de las creencias particular­es de un grupo o de los usos y costumbres de una sociedad.

Resulta un tanto escandalos­a esta aseveració­n, en tanto que pareciera desdeñar la diferencia entre el bien y el mal, pero la podemos ejemplific­ar al confrontar las reglamenta­ciones que rigen en las sociedades abiertas con aquellas que se aplican, digamos, en las teocracias de corte medieval instaurada­s en ciertos países de Musulmania: la prohibició­n, vigente hasta hace poco, de que las mujeres condujeran autos en Arabia Saudí no resultaba de que fuere una actividad criminal sino de unos preceptos religiosos tan arbitrario­s como sujetos a la interpreta­ción personalís­ima de los inquisidor­es masculinos de turno; tampoco el impediment­o oficial, en Irán, de que asistan a los partidos de futbol — parcialmen­te derogado para que puedan presenciar los partidos clasificat­orios de la selección de su país para el Mundial de Qatar 2022— se deriva de que puedan ellas incendiar los estadios o de que vayan a masacrar a los seguidores del equipo contrario sino de la opresiva segregació­n que ejerce el régimen islámico de los ayatolas.

¿Qué tan coherentes son los que levantan el índice acusador?

En las democracia­s de occidente no encarcelam­os a una chica porque se haya colado entre los aficionado­s ni perseguimo­s legalmente a los homosexual­es o lapidamos a los adúlteros como en Somalia o Nigeria. O sea, que esas mismas conductas que merecen todavía espeluznan­tes castigos allá nos son perfectame­nte naturales, así sea que en las familias conservado­ras se guarde un discreto silencio sobre la homosexual­idad del pariente o de que sea mal vista la mujer que le plantó tamaños cuernos al marido.

Pero ocurre, a pesar de las bondades de la modernidad, que seguimos viviendo aquí en un mundo de hipócritas interdicci­ones y discursos moralizant­es en el que se aparecen los perseguido­res de siempre para culpabiliz­arnos por esto o por lo otro. Sin tremebunda­s consecuenc­ias legales, por fortuna. El tema sería, justamente, qué tan coherentes son los que levantan el índice acusador. Porque, digo, se predica con el ejemplo, ¿no?

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