Milenio Laguna

Llorar morado

- JORGE F. HERNÁNDEZ

Lo sabemos desde hace tiempo: aviso de primaveras, la jacaranda llueve por las tardes para que las calles de la Ciudad de México lloren morado. La piel lila de sus pétalos se oscurece para que se vuelvan pecas de nazareno o gotas de obispo, púrpura pensante en medio de los charcos; de follaje ocre, como acompañami­ento de bulto, las jacarandas son contraste de bugambilia, conversaci­ón de morados, la llama doble (azul de erotismo no exento de melancolía­s y rojo de amor encendido) según el Poeta Paz y acuarela de playas solitarias, donde el lila de jacaranda parece confundirs­e entre el cielo y el mar, según la Pintora Joy Laville.

Lila que te quiero lila, de tan lila, violeta que quiere ser morado. Llorar morado cuando la lluvia que siempre ocurre en un ayer parece llenar los párpados del invierno con la salada mar de la memoria y uno cierra los ojos en plena helada de un Madrid de mejillas enrojecida­s y parece que se abre el telón por donde —a lo lejos— ya se asoma la primera jacaranda en flor de la Ciudad de México, donde dicen que hace ahora más frío que en Madrid. Morado, enamorado y demorado, morada sinónimo de hogar, entre lágrimas de recuerdos de tardes entre Coyoacán y San Ángel siguiendo desde un dron imaginario la ruta de las jacarandas que duermen en la Ciudad de México, gracias a los callados empeños de un jardinero japonés que las trasplantó en el Valle de Anáhuac desde las faldas nevadas de un paisaje nipón pintado con brochas suaves o bien, será que las jacarandas lilas de México sean también parientes de los árboles de jacarandá que pueblan la Argentina o la tierra purpúrea del Uruguay y que alguien trajo semillas de ellas —ya sin el acento en la última vocal— para dejaran de ser jacarandá y se quedaran como jacaranda, que dicen los que saben que quizá no sea más que la ruborizaci­ón exagerada de los cerezos del Japón, los algodones en rosa que pueblan Washington, D.C. cada primavera tan solo para que la infancia ideal tenga una paleta de tonos pastel, dignos del ensueño.

Llega así amis manos, Dicen las jaca randas( Ediciones ERA ,2019) de AlbertoRuy Sánchez, editor, novelista, ensayista y poeta en cada delicado pétalo lila con el que rinde cumplido homenaje al ritual anual de una obsesión contagiosa: la llegada de la belleza intacta de las jacarandas que han de disiparse en el polvo en cuanto les llega el verano. Es muy notable que casi todos los libros de la editorial ERA (desde el principio de los tiempos hasta la fecha) me gusten ya por su portada, títulos, autores o párrafos y páginas enteras; es muy poco probable que no haya celebrado como lector agradecido cada uno de los libros de ERA y todo el aura que los rodea por sus fundadores, por sus tipografía­s, diseños ya de Rojo o morado o bien por el Editor con mayúscula que se llama Marcelo Uribe. Por lo mismo, la llegada de Dicen las jaca randas por correo trasatlánt­ico ha roto el hielo del invierno y el frío que corría por ciertas calles de Madrid para recrear en alucinació­n entrañable las calles de México enjacarand­adas, los camellones lilas, las banquetas moradas por donde se resbalan los enamorados, tal como navega el lector sobre los versos de Alberto Ruy Sánchez que —una vez más— nos confirma que lapoesíaoc­urre, como dictaminó W.H. Auden y como lo sabe la brisa que baila con las delicadas flores en lila.

En un luminoso texto que sirve de cuarta de forros, el poeta mexicano-japonés Aurelio Asiain declara “nubes cambiantes en el cielo del ojo, las jacarandas son trazos de una caligrafía susurrante en la página del deseo”. Nada más y nada menos y lleva toda la razón cuando a la pupila vuelve el verso donde Ruy Sánchez combina su mirada de curioso insaciable con la visión del escritor que ha tatuado la arena con tramas perfectas y conoce las sombras de un Poeta en la pared de los templos, el telón de la Historia y el andar solitario entre las masas; el que sabe que las muchas flores no son más que una sola que abre sus pétalos en la intimidad de los dedos, como quien lee poemas acariciand­o las páginas al vuelo, en homenaje a la mejilla olvidada, el aroma impalpable o el paso afortunado de los amigos por el sendero de la vida. Esos que van dejando como pétalos las huellas de sus detalles, las palabras en tinta y esa callada conversaci­ón que aparenteme­nte sólo conocen las flores. Eso dicen.

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