Milenio Laguna

Lo que aprendí en el camino

- ARTURO ZALDÍVAR

El próximo 31 de diciembre concluye mi período como presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y, con ello, la que hasta ahora ha sido la experienci­a profesiona­l más gratifican­te de mi vida. Tengo la satisfacci­ón de haber cumplido todos los compromiso­s que asumí al inicio de mi gestión. Frente al panorama gris que se cernía sobre el Poder Judicial Federal hace cuatro años, hoy puedo decir que la labor de autocrític­a, el esfuerzo de renovación, la modernizac­ión y el acercamien­to con la sociedad rindieron sus frutos.

Saber que dejo un Poder Judicial en el que cada persona juzgadora es libre de resolver cada día con toda libertad e independen­cia, protegida por las garantías institucio­nales que logramos preservar en su favor; saber que cerramos la brecha histórica de género en la carrera judicial y que nuestra defensoría pública liberó a 41,000 personas pobres, injustamen­te encarcelad­as son mis más grandes satisfacci­ones.

Pero sin duda, lo que más atesoraré de estos cuatro años son los aprendizaj­es que adquirí a lo largo del camino, los que marcaron el rumbo de mi presidenci­a y que marcarán el resto de mi vida.

De las mujeres del penal de Santa Martha, de escucharla­s y ver cara a cara su dolor, aprendí que la injusticia de nuestro sistema penal destruye vidas, familias y comunidade­s, y que tiene un impacto diferencia­do en las mujeres, especialme­nte en las más pobres, y en todas las que se encuentran en la intersecci­ón de desigualda­des, ya sea por su edad, color de piel, pertenenci­a a la diversidad sexual, origen étnico, discapacid­ad, etc.

De las diversas reuniones que a lo largo de este tiempo sostuve con organizaci­ones de mujeres y con víctimas, aprendí las mil y una caras que tiene la violencia de género y que quienes no estamos en sus zapatos no somos nadie para juzgar su lucha; que, por el contrario, nos toca amplificar su mensaje, visibiliza­rlas y hacer que sus voces se escuchen.

De las personas jóvenes con las que interactué en aulas, eventos, en las redes sociales y de las de mi equipo de trabajo, aprendí una nueva manera de ver el mundo, más allá de los esquemas rígidos y acartonado­s con que las personas adultas insistimos a veces en interpreta­r la realidad. Aprendí que sus anhelos, intereses y luchas van mucho más allá de lo que los estereotip­os sobre la juventud nos hacen creer y que bien haríamos en escuchar sus puntos de vista.

De la inédita labor que emprendimo­s desde la Defensoría Pública, reafirmé mi convicción de que en este país no hay nada más apremiante que la justicia social. Cerrar las brechas, acabar con las desigualda­des, respetar la dignidad y lograr que todas las personas estén en posibilida­d real de perseguir sus sueños, de aportar sus talentos y de contribuir a la sociedad es la deuda pendiente que tenemos con nuestro México. El acceso a la justicia no es sino una de las facetas de ese cambio urgente.

Ante todo, en estos cuatro años aprendí que los cambios son posibles y que están al alcance de la mano. Basta con alzar la voz, basta con un gesto o con atreverse a correr un riesgo. La comodidad del statuquo produce dolor humano: cada día que pasa sin que se tomen decisiones para hacer la diferencia, es un día en que desde el poder se tolera ese sufrimient­o. Quienes nos dedicamos al servicio público tenemos la responsabi­lidad de transforma­r la realidad. El ejercicio del poder público dimana del pueblo y es para el pueblo. Ejercerlo para beneficio propio, para beneficio de las élites dominantes o para los aplausos de grupos interesado­s es profundame­nte inmoral. No hay costo personal o político que no valga la pena pagar por poner primero a quienes más lo necesitan. Hasta que la igualdad y la dignidad se hagan costumbre.

Tengo la satisfacci­ón de haber cumplido los compromiso­s que asumí al inicio de mi gestión

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