Entre el consentimiento y el respaldo activo
Acasi una semana de la designación — que no se le puede llamar de otra forma— de José Antonio Meade como precandidato del PRI a la Presidencia, seguramente su equipo de trabajo y la Presidencia misma estarán haciendo un balance con saldo positivo de la aceptación otorgada al nombre que pone fin a la incertidumbre del priismo. Las excepciones, que las ha habido, han criticado la experiencia profesional de Meade en función de supuestas o reales omisiones en el desempeño de los diferentes cargos ocupados a través de su carrera. Son puntos finos que el equipo de Meade no puede ignorar y que seguramente los opositores habrán de subrayar durante su campaña. Sin embargo, las sutilezas de la eficacia burocrática no repercuten en la mayoría del elector.
Mañana, en su acto de registro, acudirán algunos miles a festejarlo. Pero Meade y su gente cercana no deberían olvidar que la política es el arte de lo efímero. Una semana de fiesta sin tropiezos no garantiza nada el día de la elección.
Uno de los riesgos inmediatos del engolosinamiento con el éxito aparente es el de confundir el consentimiento con el respaldo activo. Se ha dicho hasta el cansancio que, sin el voto de la ciudadanía abierta, todavía no comprometida, el PRI no gana. Con la misma insistencia y, valga la perogrullada, para comenzar por el principio, sin el voto duro del PRI aún menos pueden esperar un triunfo electoral en julio.
Los liderazgos intermedios y el votante priista leal no saben quién es José Antonio Meade. No lo conocen. Lo que se ha visto esta semana en la aceptación priista es resultado de un acuerdo a veces explícito y las más tácito entre las bases del PRI sobre la legitimidad de la decisión unipersonal del Presidente. A posteriori se le han aderezado otras virtudes como el no ser militante o que su trayectoria no presenta algún escándalo sobre su integridad. Pero el fundamento del consentimiento es que Peña dijo. Hasta ahí. Pasar al respaldo activo y al voto efectivo es una condición muy diferente.
Se inicia en unos días lo que algún legislador idiotizado nombró como periodo de precampaña, porque luego sigue la intercampaña, antes de la campaña. No es la primera vez que el PRI inicia una precampaña con una candidatura única y relativamente poco conocida. Ha habido varios ejemplos en estados del país de candidaturas ganadoras en esas circunstancias. ¿Qué hacer en la precampaña si no hay otro contendiente? Conocer al priismo y que los priistas conozcan al candidato, estado por estado, distrito por distrito, en algunos casos, hasta por sección, familiarizado con anterioridad a las reuniones que tenga con problemas específicos y con las alianzas viables e indispensables. Eso es parte de la operación de tierra con la que el PRI gana elecciones y que genera el desprecio de sus opositores. En los 18 estados que no gobierna el PRI, los galardones académicos del candidato Meade no sirven de nada. Lo que necesita es fincar compromisos, reconocer y en ocasiones aceptar realidades nada agradables, disipar el sueño de traiciones al que apuestan sus opositores. Tiene dos meses para hacerlo conforme a la ley.
Los liderazgos intermedios y el votante priista leal no saben quién es José Antonio Meade, no lo conocen