El entusiasmo por el poder de organización de las redes sociales (Facebook, Twitter…) llegó a su apogeo hace algunos años en Estados Unidos. Varios libros aparecieron sobre la capacidad de la red de reinventar el activismo social, al movilizar con facilidad a miles de personas para los fines más diversos. En la primavera y el verano de 2009, miles de jóvenes salieron a la calle para manifestarse contra el régimen de Moldavia y contra el gobierno de Irán: la llamada “revolución Twitter”. Estalló después la rebelión en Túnez: su éxito fue explicable, se dijo, gracias a las redes sociales (uno de cada cinco tunecinos tenía Facebook). En Egipto, más tarde, sucedió algo similar: las manifestaciones que cimbraron al gobierno hicieron uso masivo de los nuevos instrumentos de comunicación. Muchos reflexionaron entonces sobre el papel que desempeñaron en esos movimientos las redes sociales. El consenso fue que ellas daban armas tanto a los opresores como a los oprimidos, pero no en la misma proporción: ofrecían más armas a los oprimidos que a los opresores. Ese optimismo ha desaparecido.
Son enormes los espacios que las redes sociales han abierto a las noticias falsas. Ellas han existido siempre. Lo que es una novedad es la velocidad y la amplitud de su propagación, gracias a las plataformas digitales de las empresas que dominan el espacio de la información, entre ellas Facebook. El año pasado, Facebook tuvo que reconocer que alrededor de 126 millones de sus usuarios estuvieron expuestos, durante las elecciones en Estados Unidos, a propaganda vinculada con Rusia, con el fin de favorecer a Trump. Esta semana estalló un escándalo más grave, a raíz de una serie de reportajes del Observer y el noticiario de Channel 4 en Inglaterra, y del New York Times en Estados Unidos.
La compañía Cambridge Analytica fue creada en 2013, con una inversión de varios millones de dólares de Robert Mercer, millonario, conservador y donante de Trump. En ella también invirtió Steve Bannon. La empresa contrató en 2014 a un investigador de la universidad de Cambridge, psicólogo de origen ruso-americano que, con el argumento de hacer una investigación académica sobre el comportamiento electoral en Estados Unidos, ideó una aplicación en la que proponía a los usuarios de Facebook inscritos en las listas electorales de Estados Unidos llenar un cuestionario, a cambio de una modesta retribución (lo hizo, al parecer, con autorización de Facebook). Más de 270 mil personas cargaron la aplicación, con lo que fue posible tener acceso no solo a sus datos personales, sino a los de sus amigos. Alrededor de 50 millones de usuarios fueron afectados. Esta base de datos, cruzada con las preferencias electorales expresadas por los usuarios de Facebook, permitió delinear perfiles psicológicos y políticos suficientemente precisos, los llamados perfiles psicográficos, para generar publicidad personalizada con el objeto de orientar el sentido de su voto. Facebook guardó silencio durante días, a pesar de la intervención de legisladores de Europa y Norteamérica. No ha sido capaz de regularse a sí mismo. ¿Deberá ser regulado desde afuera? Es algo que quizá convenga a la propia empresa, que ha perdido la confianza de muchos de sus usuarios y sus accionistas. La frase #deletefacebook se extiende con rapidez en la red. Y las acciones de la empresa de Mark Zuckerberg han caído 10 por ciento en estos días.
La frase #deletefacebook se extiende con rapidez en la red y las acciones de la empresa de Mark Zuckerberg han caído 10 por ciento en estos días