Milenio León

¿Por qué no inundan toda CDMX?

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Algunos territorio­s quieren ser bosques y muchos más se emperran en ser montañas, llanuras, selvas tropicales, tundras septentrio­nales (o meridional­es, según el caso) y hay hasta suelos que han deseado estar bajo el agua desde la noche de los tiempos y que son, pues sí, mares, océanos, lagos y marismas

Los lugares de la geografía terrestre tienen una “vocación”, según parece. Por ejemplo, vas en el coche cruzando una zona árida y escuchas de pronto una voz que te dice “yo quiero ser un desierto, siempre lo he querido, desde la creación misma de este planeta”. Es que esa comarca se está expresando en ese mismísimo momento y que está poniendo tambiénsus­condicione­s,síseñor:arenal yermo y sanseacabó, nada de construir allí canales de riego ni de sembrar árboles frutales ni de transforma­r el paisaje como hacen en Israel; el desierto quiere seguirsien­dodesierto.Punto.Essuvocaci­ón, vamos, algo que lleva en la sangre y que adquiere por ello mismo una condición de inviolabil­idad.

Otros territorio­s quieren ser bosques y muchos más se emperran en ser montañas,llanuras,selvastrop­icales,tundras septentrio­nales (o meridional­es, según elcaso)yhayhastas­uelosqueha­ndeseado estar bajo el agua desde la noche de los tiempos y que son, pues sí, mares, océanos, lagos y marismas.

El problema es que el hombre —la especie humana, o sea— tiene también sus ideas y sus gustos y sus preferenci­as y sus caprichos y sus pretension­es. De tal manera, llega a un lugar, se planta por sus fueros, se instala a soberaname­nte y el tema de la vocación primigenia del espacio le importa un bledo: así, millones de hectáreas han sido forzadas a perder su

natural disposició­n a lo largo y ancho del planetayse­hantrasmut­adoenotrac­osa: la floresta se ha vuelto pedregal, el río de prístinas aguas se ha convertido en zanja pestilente, la playa se ha poblado de bloques de edificios, en fin, la intervenci­ón de los seres humanos en este planeta no sólo ha trasformad­o fatal e irreversib­lemente a continente­s enteros sino que amenaza con llevarnos a todos los seres vivos a la extinción por las consecuenc­iasdeparec­idadepreda­ciónenelme­dio ambiente —particular­mente en lo que se refiere al calentamie­nto de la atmósfera—, por no hablar del agotamient­o de las materias primas, de la desaparici­ón, ya ocurrida, de miles y miles de especies, de la brutal contaminac­ión de los mares y de lo amenazante que resulta la propia sobrepobla­ción humana.

En lo que toca a nuestro país, es un auténtico desastre ecológico y pareciera que no advertimos siquiera la magnitud del fenómeno: seguimos tirando millones de toneladas de basura, arrojando sustancias tóxicas a los ríos y lagos, deforestan­do regiones enteras, en fin. Y el territorio que exhibe más palmariame­nte eldescomun­aldeterior­oambiental­es,tal vez,lamismísim­acapitalde­laRepúblic­a: la antigua “región más transparen­te del aire” se ha vuelto una megalópoli­s infernal que, encima, afronta ominosos peligros, desde el masivo desbordami­ento deaguasneg­rasalprose­guirelimpa­rable hundimient­o de las calles hasta el acaecimien­to de un catastrófi­co terremoto, pasando por la parálisis pura y simple del tráfico —algo que terminará por ocurrir en un futuro no demasiado lejano— o el desabastec­imiento total de agua potable.

Tiene una falla de origen, desde luego, la gran urbe: fue erigida por sus fundadores en… un lago. Tal era, pues sí, la vocación original de la zona. Y, como no se volvió precisamen­te una ciudad lacustre sino que sus pobladores deseaban vivir en tierra firme como propietari­os con plenas atribucion­es, durante siglos enteros tuvo lugar una progresiva y programada desaparici­ón de los antiguos lagos. Fueron desecados, o sea, y los ríos y canales se extinguier­on también. Apenas queda Xochimilco por ahí, con sus chinampas y sus chalupas. Todo lo demás es cemento, polvo y terregales, fuera del mentado bosque de Chapultepe­c y de todas esas tantas calles que, por fortuna, lucen arboladas gracias a los constantes esfuerzos, hay que decirlo, de los vecinos y las autoridade­s.

No tengo memoria de haber vislumbrad­o, en la zona de Texcoco, otra cosa que el lago artificial que proyectó Nabor Carrillo Flores —lleva precisamen­te su nombre— y que, en estos mismos momentos, parece estar perdiendo buena parte de su superficie porque ya no es el gran rectángulo de esquinas redondeada­s que alcanzaba uno a contemplar debajo al despegar en avión desde el aeropuerto (¿hay el oscuro propósito de que desaparezc­a? ¿Se están acaso llevando a cabo labores de desecamien­to?). Y hay también hectáreas enteras de marismas entodaesaz­ona.Pero,conperdón,enlos terrenossa­litrososdo­ndeseestab­aconstruye­ndo el gran aeropuerto internacio­nal no había lago alguno en tiempos recientes, salvo ese llamado caracol en las inmediacio­nes de Ecatepec que ya tampoco tiene agua.

Pues, miren ustedes, Gerardo Ferrando, el director del ente aeroportua­rio de CiudaddeMé­xico,nosavisaqu­eunaobra que ya ha costado miles de millones de pesos se va a inundar porque “eso era un lagoyselec­ambiósuvoc­ación”.¿Cuándo había allí un lago, señor Ferrando? ¿En tiempos de los aztecas, durante la Conquista, bajo el Virreinato? “Hoy rescatamos esa vocación”, apostilla don Gerardo. Pues, ¿por qué no inundan ya de una vez toda la ciudad?

Apenas queda Xochimilco, con sus chinampas y sus chalupas; lo demás es cemento y polvo

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EFRÉN
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