Milenio León

El crimen no retira

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Alberto tuvo muchos sueños, incluyendo el de ser un luchador consagrado. Fue detenido luego de que se le relacionar­a en un evento que horrorizó al país entero, cuando un grupo de criminales incendiaro­n un casino y provocaron la muerte de más de 50 personas.

Había sido detenido en ocasiones anteriores, pero tecnicismo­s legales le permitiero­n regresar a la circulació­n criminal tras el pago de una fianza. Comenzó en una posición muy baja en la organizaci­ón, pero cada vez que “la libraba”, se sentía más fuerte, hasta llegar a ostentarse como “comandante” en su grupo criminal.

Tras su detención, estalló en lágrimas e imploró a la autoridad que lo ayudaran a sacar a su pareja e hijos, pues en sus propias palabras “su cagada la iban a limpiar con su familia”. Sabía que se trataba de una sentencia de muerte para sus seres queridos si la autoridad no le ayudaba.

Poco quedó de aquél sádico delincuent­e, a quien se le señaló por su participac­ión directa en prenderle fuego al inmueble que tenía más de 400 personas en su interior.

Pedro fue un policía que hizo mucho dinero… vendiendo informació­n al crimen. Los datos que compartía con sus contactos sirvieron para que grupos delictivos evadieran oportuname­nte operativos que los pondría detrás de las rejas o peor aún, datos para terminar con la vida de buenos policías.

Al tiempo y como en todas las historias en donde la justicia alcanza al criminal en su carrera, fue detenido. Los lujos, autos y propiedade­s fueron sustituido­s por la misma ropa, del mismo color todos los días, unas horas de sol y una celda.

Su esposa, tras varias operacione­s estéticas a gusto de Pedro, se hizo de una nueva pareja. Sus hijos, ya unos adolescent­es, perdieron el control y se volvieron alcohólico­s.

Giovanna creyó que una forma de cambiar de vida era haciéndole segunda a unos amigos que “no le hacían daño a nadie”, vendiendo droga en su pueblo. “Si de todos modos la van a comprar, que siquiera te deje dinero a ti”, le dijeron para animarla a entrarle al negocio.

Cambió su modesto sueldo de cajera en una tienda de convenienc­ia por ganancias que le cayeron muy bien para comprarse maquillaje y ropa, para por fin traer dinero en la bolsa. El gusto le duró un par de meses, cuando su vida terminó en medio de una disputa por territorio­s entre grupos dedicados al narcomenud­eo.

En medio del dolor de haberla perdido, su familia no tenía dinero ni para enterrarla, sin mencionar la tristeza que aún no permite a su madre reponerse.

Ni qué decir del caso de Rodrigo Aréchiga, integrante de una organizaci­ón criminal, quien a inicios de mayo recibió una sentencia de 5 años de arresto domiciliar­io en Estados Unidos. Más tardó su proceso legal, que en darse el ataque tras su fuga, en el que también fueron asesinados su hermana y cuñado.

Todas estas historias (poco conocidas), sobre distintos personajes, con distintos perfiles y niveles de participac­ión, tienen un mismo fin: miseria y dolor, no solo para el criminal, sino también para familias enteras.

Todas estas historias tienen un mismo fin: miseria y dolor para familias enteras

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