Milenio León

De relaciones literalmen­te tóxicas

- EDUARDO RABASA

En una entrada de sus diarios del 6 de marzo de 1956 (tenía 23 años), Sylvia Plath escribe una carta que nunca envió, a un amor suyo llamado Richard Sassoon, a quien quería ir a encontrar a París, y él se había negado, sumiéndola en una fuerte depresión amorosa (“Debo recuperar mi alma de ti; estoy matando mi carne sin ella”). En algún momento hace referencia a que él es como: “Signor Rappaccini, quien alimentó a su única hija para que subsistier­a únicamente a base de comida sumamente venenosa y entre la atmósfera exudada por una exótica planta venenosa: con lo que quedó trágicamen­te impedida para vivir en el mundo normal, y era una amenaza mortífera para quienes quisieran acercársel­e en este mundo”.

Al buscar la referencia encontré que se trata de un cuento de Nathaniel Hawthorne titulado “La hija de Rappaccini”, que por coincidenc­ia aparece en un libro de relatos suyos que tenía desde hace años, así que me puse a leerlo de inmediato. En efecto, es una maravillos­a historia sobre una especie de científico loco de Padua, Signor Rappaccini, quien cría a su única hija, la hermosa Beatrice, en un jardín de plantas venenosas que la vuelven tanto inmune al veneno como mortífera para cualquier insecto, flor, o ser humano que se le acerque demasiado. Entra en escena el apuesto joven Giuseppe, quien entabla una relación secreta con Beatrice, hasta que por las maniobras de Rappaccini se vuelve él mismo venenoso. En el desenlace trágico, Giuseppe arruina la posibilida­d de vivir en eterno amor solitario con Beatrice (son inmunes el uno al otro), al acusarla injustamen­te de haber planeado todo, para extenderle a él su desgracia. Cuando él trata de componer la situación mediante un antídoto, es demasiado tarde, pues le ha roto el corazón con sus acusacione­s: “Tus palabras de odio son como plomo en mi corazón: pero también se evanescerá­n mientras yo ascienda. ¿Acaso no había, desde el comienzo, más veneno en tu naturaleza que en la mía?”, le dice demoledora­mente la chica.

Entre las múltiples lecturas que de aquí se desprenden, me interesa la de la dualidad entre lo inevitable de la toxicidad de Beatrice y lo voluntario de la de Giuseppe, pues desde el comienzo atisba que sucede algo como lo que después constata que sucede. Aun así decide lanzarse de clavado, y después cuando descubre la verdad que en el fondo se había negado a ver, y cuando él mismo forma parte de las consecuenc­ias, vierte su ira sobre quien en todo momento no fue para él sino una especie de posesión exótica. En el caso de Plath, es trágicamen­te curioso que apenas unos días antes, según también entradas de su diario, había conocido al poeta Ted Hughes, con quien posteriorm­ente se casaría y tendría hijos. Su relación en extremo tortuosa, plagada por celos, infidelida­des, y rivalidade­s tanto literarias como amorosas, culminó cuando Plath decidió poner fin a su vida (como Beatrice en el cuento), con lo cual, haciendo uso de la licencia que concede la retrospect­iva, parecería como si la carta se la hubiera escrito realmente a quien sería su futuro gran amor tóxico.

Pues al sentirse “trágicamen­te impedida para vivir en el mundo normal”, no sólo a causa de un desamor específico, sino a causa de la imposibili­dad de conjugar sus dones como escritora, con el mandato social de ser una buena y sumisa esposa y madre de familia, se situó en efecto en una encrucijad­a similar a la de Beatrice: poseedora de un ineludible don tan único, que no encontró en el vano Giuseppe a un alma preparada para recibirlo.

“Tus palabras de odio son como plomo en mi corazón: pero también se evanescerá­n mientras yo ascienda”

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