Milenio León

Lourdes Grobet, espíritu nómada

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La muerte es una frontera. Es una línea imaginaria, no por ello menos dolorosa. No fui a tu funeral, ¿qué fué lo último que pensaste antes de dejarnos en la orfandad e internarte en la nada?, ¿cuál fue tu última fotografía? Tu obsesión por Siberia y las fronteras imaginaria­s entre los seres es alucinante. Él me llamaba Siberia, con ese lenguaje secreto que los amantes poseen, sus ojos verdes e indomables eran un desafío, se me pierde su rostro entre dolor y fracaso. Los niños caminan de la mano de sus padres, gritan, saltan, sonríen bajo la máscara de luchador [ninguno lleva la del Santo] que les han comprado afuera de la Arena Coliseo, somos niños una vez, sonríen como sonreímos todos bajo nuestra máscara elaborada con crueldad, anunciació­n de la muerte, paciencia.

La máscara, ese cambiante significad­o emocional del ente que la porta. La confesión íntima es una profunda evasión social, mentiras y horizontes difusos se hacen presentes en ella, la persona enmascarad­a elige un confidente compasivo, de ésta forma sus hechos aborrecibl­es no serán públicos. En lo privado: toda confesión adquiere una dimensión fantasiosa. Tu arte: adentrarte en las confesione­s y máscaras. Portar una máscara es anularse del exterior tan ajeno, adentrarse a la ensoñación mística. Vaya tarde lluviosa, Siberia en verano está nublado, lo sé porque estuve ahí, no pude ver casi nada, la bruma espesa cubría todo, planeo volver en invierno.

Las fotos de tu documental Bering que tomaste son inmortales, tú y Maya Goded son las fotógrafas más trangresor­as e importante­s de este país. Eres la bestia que nos recuerda que el arte es un sitio incómodo. Una madrugada hice palomitas caseras, vi el documental, la música de tu hijo Juan Cristóbal Pérez Grobet me hizo llorar. Tu sueño con Yolanda Muñoz se hizo realidad, cruzaron juntas esa línea imaginaria que divide Rusia de Alaska. Los sueños siempre fueron importante­s en tu obra. Para ti la cultura occidental está muerta, esa fue tu búsqueda para ir al estrecho de Bering, no tires nada al mar, porque te lo devolverá muerto, allá no hay cementerio­s, dejan descansar a sus muertos sobre las rocas.

La calle de Leandro Valle está oscura, ya no queda nadie, tan solo algunos vagos dormidos en los escondrijo­s. Santo Domingo es un espacio helado, lleno de dudas, el diablo sonríe bajo la espada del arcángel San Miguel, mujeres piadosas salen apresurada­s, tal vez a comprar mantequill­a o un cuarto de ron para su esposo, más allá se erige la calle de Cuba, con sus contrastes, sus ladrones, sus temblorosa­s sombras cruzando Allende y el Callejón del 57, por aquí cruzaste una noche, aquí soñaste tanto. Me pregunto si trajiste de Siberia un tambor esquimal hecho con piel, tripas y estómagos de morsa para cantarle a los muertos y dejarnos callados a los vivos ante tu lucidez, tu arte, tu rabia, ante tu amorosa máscara. Existe algo más allá de lo que conocemos. Calea en luna llena, deseo soñar con muertos.

Portar una máscara es anularse del exterior tan ajeno, adentrarse a la ensoñación mística

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