Milenio León

Las marchas de agosto

- EDUARDO ESPINOSA JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ GUTIÉRREZ DE QUEVEDO

El día 100 llegó y el conteo para el Mundial de Qatar ha entrado a su etapa final. El país árabe afina los últimos detalles, ya sin la preocupaci­ón de tener todos sus estadios listos, ahora la gran interrogan­te se centrará en la capacidad para cumplir con la demanda de hospedaje.

Sí, porque este país, en el que apenas habitan 2.8 millones de habitantes, espera la llegada de al menos un millón y medio de aficionado­s, y ahí radicará la gran prueba para la Copa del Mundo de Qatar.

El respeto de la tradición

Eso sí, a tan impecable organizaci­ón tenía que fallarle algún detalle… y Qatar erró justo en el que mejor se había desenvuelt­o: en el

de las tradicione­s. En la confección del calendario perdió de vista una de las más importante­s: la inauguraci­ón es la fiesta del anfitrión, sin compartirl­o con nadie más.

Por eso fue raro que la primera jornada tuviera hasta cuatro encuentros, y que el Qatar-Ecuador por horario prime se fuera hasta el tercero; justo ahí se haría una inauguraci­ón, ya sin tanto sentido, al tener dos juegos disputados ese mismo día.

El remedio fue abrupto y adelantó en 24 horas la llegada a los 100 días, pero al final de cuentas Qatar tendrá su jornada especial: Domingo 20 de noviembre en la cancha de Al Bayt para enfrentar a Ecuador… ahí comenzará esta historia.

En una Philco de perillas, antena de conejo, regulador de voltaje, pantalla de cristal, contraste y color manual, vimos los Juegos Olímpicos de 1984 en la sala roja de casa de mis abuelos en el Puerto de Veracruz. Encendida todo el día, la tele nos contaba cada prueba como parte de la familia: aquellos aparatos y quienes estaban dentro, tenían la capacidad de enseñar, acompañar y compartir.

Allí vimos a Carl Lewis ganar las cuatro pruebas, 100, 200, 4x100 y salto de longitud, que le convirtier­on en el atleta más famoso de la tierra; disfrutar a Edwin Moses correr las vallas con un estilo irrepetibl­e, celebrar a la pequeña Mary Lou Retton y su gigantesca sonrisa en la gimnasia, despedirno­s de Steve Ovett y Sebastian Coe, mirar el último vuelo de Sara Simeoni, seguir a Valerie Brisco-Hooks y Evelyn Ashford en la pista y desplegar las alas del albatros Michael Gross en la piscina.

El verano del 84 se volvió un juego, todas las mañanas teníamos un héroe nuevo, queríamos ser los corredores, saltadores o nadadores que veíamos por televisión: teníamos al enorme Coliseo de Los Ángeles metido en una caja y con eso nos bastaba.

De aquellas tardes entre el jardín, la sala y la cocina, recuerdo dos en las que hubo una sensación de triunfo que envolvió la casa de un ambiente mágico. El viernes 3 de agosto, cuando Ernesto Canto entra al estadio acompañado por Raúl González perseguido por Maurizio Damilano, haciendo el uno-dos para México en la marcha de 20 kilómetros; y el sábado 11 de agosto, cuando Raúl González gana el oro en los 50 kilómetros repitiendo medalla, mientras un aficionado salta a la pista para entregarle una bandera con el estadio lleno de mexicanos cayéndose a pedazos: esa semana, todos queríamos ser marchistas.

Cada año, cuando se cumple uno más de aquella hazaña, pienso que medios y aficionado­s estamos olvidando lo mejor de nuestro deporte: emocionar a los niños.

En dos hubo una sensación de triunfo que envolvió la casa de un ambiente mágico

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