¿Otra vez hablando solo?
Luego de tantos años de chacharear conmigo, me cuesta distinguir entre una mente muda y un cerebro sin vida...
—¿
Ya sabías que más de la mitad de los seres humanos carecen de monólogo interior? — preguntó mi mujer, súbitamente atónita.
—¿Quiénes… qué? —respondí, atolondrado, como creía yo que les sucede a todos mis congéneres cuando alguna pregunta intempestiva los expulsa de su íntimo soliloquio.
—¡Eso no puede ser! —gruñimos a destiempo, como si la noticia fuera que el Premio
Nobel de Física le había sido otorgado a algún terraplanista recalcitrante.
“¿Cómo es que una persona puede vivir sin voz interior?”, me pregunté ese día y los siguientes, obviamente haciendo uso de la mía, como todos los días y yo diría que en todo momento. Un discurso que raramente se interrumpe —vamos, ni mientras hablo— y cuando estoy a solas acontece en voz alta, de pronto como un diálogo animado.
Habrá quienes opinen —asumo que son parte de la otra mitad, la silenciosa— que esto es producto de una vieja tara. Ni modo de culparlos, si algo no muy distinto me da por sospechar de ese vacío verbal que por más que me esfuerzo no logro imaginar. Luego de tantos años de chacharear conmigo, me cuesta distinguir entre una mente muda y un cerebro sin vida, y algo muy similar deberá de pasarle a quien trae en el coco un templo zen y me ve hablando solo en algún parque.
Algunos estudiosos afirman que el parloteo interior sólo ocurre en silencio, tal vez porque no saben del placer terapéutico de cerrar las ventanas del coche y armar todo un coloquio en su interior. ¿No es esto lo que pasa, por ejemplo, cuando uno se enamora o hace cuentas alegres? “No necesariamente”, respinga la otra parte de la humanidad, cuya capacidad de razonar prescindiendo en gran parte de las palabras desafía la lógica de quienes inclusive llegamos a pensar con puntos y paréntesis.
“¿Otra vez como orate, hablando solo?”, irrumpía, del otro lado de la puerta, por sobre el ruido de la regadera, la voz desconcertada de mi padre, y era como si diez agentes de la Gestapo cargaran con los muros de mi intimidad: ese desván recóndito y seguro, resguardado por capas de un pudor innombrable, al cual a nadie más damos acceso porque contiene todos nuestros miedos y es fuente inagotable de vergüenza para quienes se exigen actuar con madurez. ¿Será que mi papá llegó a este mundo privado de monólogo interior… o es que el suyo transcurre en perfecto silencio? ¿Qué sabe uno de las voces recónditas, la sucesión de imágenes o el flujo de ecuaciones que entretienen por dentro a la gente que cree conocer bien?
Hoy que está muy de moda juzgar y corregir los actos y palabras de los otros de acuerdo a los parámetros más subjetivos, vale tomar en cuenta que justo ahí, al nivel de la conciencia, somos abismalmente diferentes y decididamente contradictorios. No podemos pensar como el de enfrente, aun si repetimos sus palabras y expropiamos todos sus ademanes. Nuestras voces internas, o lo que sea que las sustituya, crecieron sin espejos ni testigos y todo cuanto saben lo aprendieron a tientas. Lee uno las novelas, adopta las canciones o llora en las películas porque una voz interna o un silencio profundo le remite a esa zona a su modo sagrada de la que nadie más suele tener noticia.
Sigo dudando mucho que mi equipo resulte minoría planetaria, pues ello sería tanto como asumir que más de la mitad de mis conocidos viven sin dirigirse la palabra a sí mismos. En los días recientes, mi esposa y yo nos hemos divertido aventurando quiénes, entre nuestros amigos y parientes, carecen de monólogo interior. Cierto es que nos reímos de buena gana, aunque nada sacáramos en limpio. ¿Quién soy yo, finalmente, para delimitar la conciencia del otro, donde jamás estuve ni estaré? ¿Qué más me da si medio mundo insiste en que una imagen vale más que mil palabras? Y ahora, con su permiso, tengo un largo monólogo pendiente..
Justo ahí, al nivel de la conciencia, somos abismalmente diferentes y decididamente contradictorios