Milenio Monterrey

Brinco sobre sus lápidas, bullicioso, feliz, con mis pulmones hinchados de sus últimos alientos, sus lamentos, sus gritos de terror

- Adrián Herrera chefherrer­a@gmail.com

iempre que vengo a la Ciudad de México voy al panteón de Dolores. Me encanta la rotonda de los personajes ilustres, que ahorita está cerrada, no sé por qué. El resto es una colección de tumbas que han atravesado tres siglos y hay de todo. El cementerio, al igual que la ciudad, está retacado; no caben ya ni vivos ni muertos. A los lados de las estrechas y largas avenidas de lozas fracturada­s se yerguen cruces, monumentos, mausoleos y criptas. Perpetuida­d, recuerdos, lamentos, poemas, citas bíblicas; familias enteras –generacion­es– descansan aquí. Tumbas, fosas abiertas llenas de plantas secas y basura, mausoleos con aroma a humedad, flores e incienso. Disfruto de la comunión entre la roca, cemento, flores marchitas, el viento fresco, perfumado y herbáceo y las aves. La brisa arrastra los pétalos secos y estos sisean suavemente acariciand­o las lápidas. Las partes descuidada­s del panteón son parte esencial de su atractivo; los desechos y la basura son parte de la estética del panteón. Es imposible –e impensable– mantener un cementerio municipal limpio e impecable. Me encanta este lugar; llovió temprano y hay un aroma muy penetrante a humedad, hongos y yerbas que envuelve esta colección de tumbas y lápidas rotas, abandonada­s, invadidas por yerbas y raíces, lápidas horadadas por el agua y el viento, con mensajes ilegibles, casi borrados. Una tumba deja en claro que su inquilino “vivió siempre bajo el seno de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana”; me pregunto cuántos ateos y escépticos estarán sepultados bajo toneladas de tierra, lápidas con relieves de vírgenes, cristos y pesados crucifijos de mármol y granito. Camino sobre las tumbas de gente olvidada, montones de huesos macerados con tela, tierra y polvo de gusanos; brinco sobre sus lápidas, bullicioso, feliz, con mis pulmones hinchados de sus últimos alientos, sus lamentos, sus gritos de terror. Sigo mi recorrido entre cristos descarapel­ados, ángeles rotos y vírgenes sin cabeza; al fondo, la enorme chimenea del crematorio libera las almas de los muertos. Una pequeña serpiente se cuela sigilosa por entre un arreglo floral reseco, luego de una cripta salta un gato que acecha como oscuro presagio las almas puras de los pajaritos. Hay gente de todo tipo: “Isauro Valdés murió solo, pero sus vecinos lo recordamos”. Lauro Delfino y su perro murieron en un accidente, los enterraron juntos; era su único amigo. Prosigo en silencio: “Madre adorada, tu recuerdo durará eternament­e”. Pues no. Alguien avísele que ya nadie se acuerda de ella: murió en 1897. Lorenzo y Martina descansan, juntos, en un sepulcro con una lápida fracturada con flores marchitas; ¿amor eterno? De reojo veo un relieve antiguo de un Cristo; la lluvia y el tiempo lo han lavado y en sus órbitas crecen líquenes y moho, oscurecién­dolas: imagino a un zombi. En muchas partes se lee que “aquí yacen los restos de...”; pienso entonces que los vivos somos restos articulado­s, ambulantes, asustados, deprimidos y enloquecid­os. Una carroza pasa a mi lado; el chofer me mira, sospechoso. Me inquieta. Más tarde una procesión fúnebre se acerca; vienen de sepultar a alguien. Algunos dolientes me reconocen, se acercan, se toman selfies y piden autógrafos. “Usted es el que sale en la tele”, dicen, “es famoso”, remarcan. La fama, claro. No advierten que están rodeados de muertos y tumbas y todas claman desesperad­amente perpetuida­d, recuerdo, eternidad. Pero somos todo lo contrario.

Los cementerio­s son los lugares más felices de la tierra; será porque soy yo el que anda brincando encima de las tumbas y los otros están guardados y silencioso­s, no lo sé, pero la paso bien aquí.

El panteón sigue en calma. Las personas ilustres disfrutan su inmortal fama desde su exclusiva rotonda y a mí me avisan que ya es hora de que me vaya: van a cerrar. Y mejor me voy antes de que anochezca; dicen que aquí espantan.

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