Milenio Monterrey

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odos tenemos un padre. Sabemos que un ser humano llega a la vida porque viene de la semilla del hombre y de la mujer, es bienvenido en una diversidad de circunstan­cias que marcan sus genes, su historia, su nombre y quizá hasta su futuro.

Lo familiar, emocional, moral y económico son los elementos que constituye­n psicológic­amente a un niño (a).

Este hijo tiene un padre, pero no hablamos del padre biológico, tampoco del ser físico, que en ocasiones está y en otras brillará por su ausencia, nos referimos al padre simbólico, ese que marca la ley, que da un respaldo sustantivo al ser.

Esta deberá ser la función del padre en cada uno de los seres humanos: convertirs­e en el motor que lo lleve de la mano a ser y hacer lo mejor en la vida: la mejor tarea, el mejor estudiante, la mejor persona, la mejor pareja y hasta en un futuro, también el mejor padre.

La tarea no es sencilla, porque si bien la mujer alberga en su cuerpo al ser que ambos engendraro­n, el padre también está en el parto, cambia pañales, alimenta al hijo, participa cada vez más de la crianza, de la educación y de instaurar con la fortaleza del nombre del padre.

Además transmitir­á una ley que oriente las líneas sobre las cuales su familia caminará para formar y ser parte del grupo social al que pertenece: una responsabi­lidad difícil e interminab­le.

El padre junto con la madre representa a la ley, es el ejemplo que confirma o no al niño (a) en el lugar que se le reconoce en sociedad, de ahí inicia su dignidad, ese es su valor fundamenta­l y el motivo por el que se debe mantener el vínculo con él.

La unión de un padre con su hijo nunca se rompe. El hijo lleva su sangre, el hijo lleva su nombre, es el legado de su linaje, es claro que esto va más allá de las personas físicas, porque para quienes viven el drama del padre ausente, del padre desapareci­do, del padre muerto, es una agonía que tiene el bálsamo de pensar que para un hijo el padre está siempre en su mente, en su corazón, en lo que cada día hace, en lo que él mismo representa.

Hay otros, los afortunado­s, que cuentan con su presencia, con su compañía y con su cariño. Ellos merecen un homenaje, porque también sufren con los fracasos y gozan los éxitos de sus hijos.

Negarlo es imposible, cada uno lleva al padre en su interior, aunque no se vea su figura. El padre jamás se va, de ahí que todos tenemos uno.

Que este domingo 18 sea un día para reencontra­rnos con él ya sea físicament­e en un abrazo o de fundirse con él en un recuerdo, así la historia de cada hijo tendrá un bello sentido.

Feliz Día del Padre.

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