LA DECLARACIÓN BALFOUR, A 100 AÑOS
El autor, profesor del Departamento de Historia de la Universidad de Montreal, evoca los orígenes del Estado de Israel a partir del apoyo dado por Gran Bretaña a los judíos
La Declaración Balfour, hecha por el ministro de asuntos exteriores británico Arthur Balfour el 2 de noviembre de 1917, en plena Primera Guerra Mundial, es un documento histórico cuyo alcance se deja sentir hasta nuestros días. Ella está en el origen del reconocimiento internacional de la colonización sionista de Palestina y del conflicto que dicha colonización ha causado. La declaración refleja también el antisemitismo que considera que los judíos constituyen un cuerpo extranjero y no pueden ser parte integral de los países donde viven. Así, su lugar sería Palestina. La declaración puso fin a la vez a las promesas británicas hechas a los líderes de Oriente Medio, de favorecer la creación de un gran Estado árabe independiente. En cambio, el concepto de un Estado judío adquirió una legitimidad internacional a través de la Sociedad de Naciones y de su sucesora, las Naciones Unidas.
La Declaración Balfour es una carta dactilográfica que el canciller Balfour envió a Lionel Walter Rothschild, un líder de la comunidad judía en Londres dispuesto a apoyar a los sionistas, es decir, los representantes de un movimiento político internacional empeñado en “restablecer” una patria segura para el pueblo judío en la Tierra de Israel, la Tierra Prometida con su capital, Jerusalén, que incluye el Monte Sión. Los judíos sionistas constituían entonces menos de 10 por ciento de la población palestina.
Una semana más tarde, la carta fue reproducida en el Times de Londres bajo el título “Palestina para los judíos. Simpatía oficial”.
El título puso de relieve lo que la carta intentó ocultar: “Palestina para los judíos” es muy diferente a “el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío”.
En efecto, buscando disimular el hecho, tanto Balfour como David Lloyd George, su primer ministro al momento de la declaración, admitieron en privado que ellos ambicionaban la creación de un Estado judío.
La fecha de la carta es también la de la victoria decisiva que el ejército británico logró contra las fuerzas otomanas en Gaza, que siguió a la “Gran rebelión árabe” que facilitó considerablemente la derrota de los otomanos. No teniendo ya más necesidad de los árabes, Gran Bretaña se volvió hacia los sionistas, lo que provocó las protestas de los nacionalistas árabes a quienes Londres les había prometido, en especial en el acuerdo Hussein–MacMahon concluido en 1915, favorecer la creación de un gran Estado árabe independiente.
Cuando en mayo próximo se cumplen 70 años de la creación del Estado de Israel mientras los palestinos siguen esperando todavía por el suyo, como se les prometió, muchos judíos ven en el sionismo una amenaza a su integración en sus respectivos países, así como un proyecto nacionalista reaccionario, dirigido a distraer de la lucha contra la discriminación y el antisemitismo. Por ejemplo, en Francia, a la vuelta del siglo XX, los rabinos eran unánimes: el sionismo es “mezquino y reaccionario”.
El proceso Dreyfus no cambió esa opinión. Las reacciones a la Declaración Balfour van en el mismo sentido. Por ejemplo, tras su publicación, Edwin Montagu, diputado británico de renombre, acusó públicamente a su gobierno de antisemitismo. Y en Estados Unidos, las sinagogas liberales denunciaron la posición británica, mientras que los sindicatos con predominancia judía también han rechazado asumir el proyecto sionista en el seno de la American Federation of Labor (AFL). Al contrario, el establishment protestante en Estados Unidos apoya con entusiasmo la Declaración Balfour.