La izquierda cavernaria contra nuestro Ejército
Nuestras fuerzas armadas reciben de esta tendencia ideológica las más infamantes acusaciones: los justicieros militantes del resentimiento social te sueltan lo de “Ejército asesino” cada que pueden, con cualquier pretexto
Como todo individuo de la especie contagiado por el virus de la ideología a ultranza, el izquierdoso busca afanosamente el desprestigio de sus presuntos adversarios. Hasta aquí, se entiende esa natural predisposición a denostar y difamar, por no hablar de que esos mentados contrarios hayan podido consumar actos descaradamente deshonestos por espontánea afición. Pero, en estos pagos, el izquierdoso tiene también unos enemigos ya declarados antes de que hayan siquiera movido un dedo. Entre los destinatarios del escarnio que promueve la izquierda cavernaria, nuestras Fuerzas Armadas merecen, en automático y para abrir boca, las más infamantes acusaciones: los justicieros militantes del resentimiento social te sueltan lo de “Ejército asesino” cada que pueden, con cualquier pretexto, desconociendo selectivamente que los soldados son los primeros en acudir a auxiliar a las poblaciones afectadas por los desastres naturales e ignorando de la misma manera que se han visto obligados a asumir —disciplinadamente y contra su vocación primigenia— las tareas de combate a la delincuencia que les debieran tocar a unos cuerpos policiacos incapaces por corrompidos.
El izquierdoso generaliza abusivamente y equipara a un Ejército constituido por el pueblo mexicano a esos gorilas golpistas de Suramérica que torturaban y desaparecían a los opositores en los tiempos de las dictaduras. Pues no, señoras y señores, no hay ninguna equivalencia y, para mayores señas, los testimonios de un personaje como Luis González de Alba, que estuvo allí mismo en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, no dan cuenta de unos militares dispuestos a masacrar a estudiantes sino de unos cuerpos castrenses sorprendidos por la irrupción de otros grupos que, ahí sí, no sólo disparaban contra la multitud sino a los propios soldados. Hubo algunos uniformados que actuaron abusivamente y con desmesura, muy probablemente, pero el propio Luis no hubiera sobrevivido luego de ser llevado al Campo Militar No. 1 si el propósito del Ejército Nacional Mexicano hubiere sido consumar un “genocidio”.
Naturalmente, estamos hablando de una tragedia en la que murieron decenas de jóvenes y, para empezar, el Ejército no tenía que haberse encontrado en una manifestación para exigir libertades, democracia y justicia social. Las órdenes, sin embargo, las recibieron de su Comandante Supremo, un civil. Y, otro de los grandes responsables, de nombre Luis Echeverría, no ha rendido nunca cuentas de su participación en la masacre. Tampoco es un militar, hasta donde se puede saber.
Pero, es imposible intentar la introducción de matiz alguno en esa página oscura de nuestra historia sin despertar la indignación de quienes no sólo se solidarizan con las víctimas —como es esperable del ciudadano que enfrenta la brutalidad de un Estado autoritario— sino que, a partir de la denuncia perfectamente legítima de una atrocidad y de la exigencia
totalmente válida de que se haga justicia, comienzan a servirse de exageraciones, a acusar sin fundamento alguno, a propalar ellos mismos mentiras y a obtener interesados réditos de la tragedia.
Así y todo, no podemos soslayar —por temor a las críticas y los insultos— la importancia que tiene la verdad. Y esto no significa desconocer el dolor de los deudos ni negar la existencia de hechos terribles cometidos por un antiguo régimen priista que, miren ustedes, ahí mostro su rostro más siniestro. Al izquierdoso recalcitrante, desafortunadamente, no le interesa una versión de los sucesos ajustada a la realidad —con toda su gama de matices, contradicciones, reservas y claroscuros— sino que se sirve de un tremendismo desaforado para, a partir de ahí, señalar culpables, lanzar furiosas condenas y, al final, esbozar un cuadro de lapidaria dicotomía: justos contra opresores y sanseacabó.
De la plaza de las Tres Culturas nos trasportamos directamente a Ayotzinapa, desde luego. No conllevamos ya las inclemencias de un sistema autoritario perfectamente capaz de masacrar estudiantes pero no importa: el tiempo no ha pasado, la democracia es una mentira y manda una “mafia del poder” comparable a esa “dictadura perfecta” tan atinadamente descrita por Mario Vargas Llosa en su momento. O sea, que “fue el Estado”. Y, bueno, hay que salir a la calle a garrapatear “Peña Nieto asesino” en los muros y las canteras de los edificios históricos. A los 43 los ejecutó el Ejército, naturalmente. ¿Por qué? Pues, porque hay un cuartel cercano a Iguala, tan simple como eso. Las investigaciones señalan contundentemente que los muchachos fueron asesinados por los sicarios de una organización criminal. Tampoco importa: cuando esos mismos pistoleros atacan a nuestros marinos y que terminan por llevarse la peor parte en la refriega, entonces los izquierdosos denuncian “abusos” y “violaciones a los derechos humanos”. Ni el más mínimo agradecimiento a quienes reparan, a quienes protegen y a quienes, ya puestos, pudieren ser considerados los vengadores de la muerte de aquellos 43. Nada. Al contrario, acusaciones y denuestos. El candidato presidencial de “izquierda”, el antiguo priista que nunca abrió la boca a propósito del 68, ahora descalifica olímpicamente al general Cienfuegos. Una universidad del Sureste mete reversa y ya no le ofrece al militar un título honorífico que nunca solicitó. El hombre, dignísimo, no dice ni una palabra. Es que, miren ustedes, lleva dentro la honra de un uniforme que la izquierda desleal jamás podrá portar.
Uno de los grandes responsables del 68, un civil, Luis Echeverría, no ha rendido nunca cuentas de su participación