magine usted un mundo poblado por millones de dinosaurios. Un mundo donde son hallados en distintas formas, tallas, clases y colores en toda zona del planeta. Desde las áreas desérticas del Sáhara a la tundra del Círculo Ártico, de las islas del Pacífico a las cumbres del Himalaya. El asunto, sin embargo, es que no hay que echar tanto a volar la imaginación. De hecho, basta otear desde donde usted viva y podrá verlos en las copas de los árboles o a cielo raso. Porque los dinosaurios son las aves y están a nuestro alrededor. No se extinguieron cuando un asteroide impactó la Tierra hace 66 millones de años.
Con esta singular propuesta abre John Pickrell su libro Flying Dinosaurs: How Fearsome Reptiles BecameBirds (Dinosaurios voladores: cómo los temibles reptiles se convirtieron en aves, Columbia University Press, 2014), ensayo con un lenguaje ligero que permite asistir a ese momento en que la vida despegó a las alturas, pero capturado en rocas cretácicas descubiertas en Alemania, en aquella mina bávara en que fue sacado a la luz el fósil de un pequeño dinosaurio emplumado bautizado como Archaeopteryx.
Antes de 1860, en esas excavaciones se habían extraído piedras calizas que fueron usadas para imprimir las primeras litografías en el amanecer de los libros impresos, entre ellas obras legendarias del pintor y grabador Albert Dürer, pero de las que también emergía arte natural: fósiles de distintas criaturas, sobre todo marinas, estrellas, crustáceos y peces, más otras que los naturalistas comenzaron a clasificar desde 1784, como Comp
sognathus, un dinosaurio de la talla de un pollo, y algunas partes de pterodáctilos. Hasta que el pico de un trabajador dio con una pieza con una pluma atrapada en el tiempo.
El espécimen llegó a manos del paleontólogo Christian Erich Hermann von Meyer, experto en clasificar la fauna prehistórica de aquellas rocas, quien bautizó al nuevo miembro de la familia Archaeopteryx
lithographica (Pluma antigua en piedra litográfica). El hallazgo cimbró pronto al mundo científico. Charles Darwin acababa de publicar El origen de las especies un año antes y debió disculparse por la falta de evidencia fósil para sostener su teoría, por lo que el descubrimiento le llegó con
timing perfecto. Richard Owen, otro reputado científico británico, quien dio nombre a los dinosaurios (“lagarto terrible”), examinó los fósiles de la cantera alemana y publicó un extenso estudio en 1863, en el que resol- vió que pese a ser un espécimen incompleto cuyos huesos eran absolutamente reptilianos, era clara la evidencia de plumas en sus alas. Thomas Henry Huxley, a quien se conocía como El Bulldog de
Darwin por su defensa de la teoría de la evolución, sostuvo a su vez que se había descubierto el eslabón perdido entre las aves y los dinosaurios, el primero de los únicos 12 ejemplares hallados a la fecha.
Sin embargo, como nos recuerda Donald R. Prothero en su libro The Story of Life in 25 Fossils (La historia de la vida en 25 fósiles, Columbia University Press, 2015), en los últimos 30 años ha habido una explosión del registro de aves prehistóricas, sobre todo en China. Sin embargo, Archaeopteryx sigue siendo la referencia no solo por su aporte a sustentar el caso de Darwin, sino porque ahí comenzó el vuelo para demostrar que los dinosaurios no se extinguieron, solo evolucionaron y revolotean hoy a nuestro alrededor. Hoy la ciencia, por eso, va más allá al preguntarse, por ejemplo, cómo emprendían el vuelo y cómo aleteaban estos antiguos amos de los cielos. Conocida la variedad de estilos de vuelo en el mundo moderno, de halcones y albatros a cigüeñas y faisanes, el paleontólogo francés Dennis Voeten se aplicó a estudiar los huesos del Pluma antigua para determinar la densidad ósea fosilizada y conocer, a partir de las especies actuales, a cuál se asemeja. Su resultado, publicado en Nature Communications, es que volaba como las perdices, con periodos cortos en el aire, sobre todo para evadir a sus depredadores. Y coincide con la opinión de otro experto, Luis Chiappe del Museo de Historia Natural de Los Ángeles, quien sostiene que Archaeopteryx era un volador pobre, pero volador al fin.