La última carta de ella a él es como el inicio y gran final de toda correspondencia que se valore: “Vengo de soñar contigo. Es por eso que te escribo”
ada publicación de intercambios epistolares nos recuerda un tiempo ido o —directamente— perdido. El paseo por nuestro Palacio Postal o sus sucursales, la compra de estampillas, la búsqueda del buzón en donde depositábamos nuestros cariños, esperanzas, reclamos o la postal de un viaje ya nunca volverán. O quizás sí: tal vez en el futuro surjan pequeños clubes nostálgicos que recuperen ciertas prácticas y decidan sustentarlas a la manera de quienes han revivido el gusto por los discos LP. Podría ser, propongo, algo así como Sociedad (Anónima, si provoca algún prurito) de Epistológrafos.
Se supone que ahora vivimos más (más tiempo, no necesariamente vida), como resultado de la alimentación y los hallazgos científicos y médicos; en contrapartida, sin embargo, en los hechos envejecemos más rápido porque los cambios se producen a una enorme velocidad. No es el desgaste físico, sino el producido por todo ese cúmulo de vivencias que presurosamente quedan en el pasado y nos instalan cada vez más ahí; la caducidad de muchas cosas se abrevia notablemente. De esa forma, los “mayores” (¿aquellos después de los 40 o 50?) quedamos cada vez más distantes de la experiencia juvenil, plagada de novedades o de infinidad de asuntos reciclados que pasan por tales.
Antes, un hombre del siglo XIV podría haber sido perfectamente integrado al XV o XVI incluso, bastándole algunas actualizaciones de índole familiar, social o histórica; los cambios entonces tenían entonces un ritmo mucho más lento. La modernidad se encargaría, siglos después, de imprimir una aceleración que hoy hace que, en unos cuantos años, si no seguimos el paso, seamos como unos desadaptados frente al cambio tecnológico, lo que invariablemente nos hace “viejos” a los ojos de los jóvenes.
Pero volvamos a la correspondencia. El viejo correo postal, que algunos chicos jamás han conocido, nos obligaba a un sinnúmero de ritos, cortesías y gestos hoy absolutamente extraños. Leyendo la correspondencia entre Lytton Strachey y Virginia Woolf ( 600 libros desde que te conocí, Jus, 2018), uno constata toda la vida y emociones que quedaron atrás con la (casi) desaparición del correo tradicional.
Los que somos hijos de la segunda mitad del siglo XX, valoramos quizás de otra forma intercambios tan intensos y emocionantes como el de estos escritores ingleses que dan cuenta en cada una de sus misivas de algo más que la profunda amistad que los unía; también están presentes, claro, la crónica de su época, la crítica de la vida cotidiana, las confidencias e infidencias de su círculo social, enfermedades, días tristes, lecturas, hallazgos y sueños. En fin, un panorama vital que siempre hace las delicias de los lectores.
Lytton y Virginia comenzaron su relación epistolar en 1906, la prolongaron por más de dos décadas y solo sería interrumpida por la muerte de Strachey el 21 de enero de 1932. Al haber sido dos de los más fascinantes miembros del llamado
Círculo de Bloombsbury, cenáculo de algunas de las mentes y sensibilidades inglesas más exquisitas del siglo XX, el lector de su correspondencia descubrirá rápidamente por qué lo eran: “Para mi imaginación algo arruinada, en este preciso momento tú eres una mujer de un sentido común sólido y firme. Yo desvarío y tú pides pastillas para el hígado. ¿Es así? Todo mi ser es tan débil y frágil que no se me ocurre ni una sola idea (…) cientos de conocidos acechan detrás de cada arbusto. Los hay de todo tipo: condesas, primos del campo, criados marchitos y respetuosos, y jóvenes herederos de bienes raíces. Todos son sumamente repugnantes. Creo que haré una enciclopedia de todos ellos. Será muy voluminosa” (Strachey a Woolf, 1908).
Toda la fina agudeza de Strachey hace que cada línea de sus cartas sean un auténtico deleite. Y qué decir de la maravillosa Woolf, divertida, sutil y muy ajena de pronto a la depresión que la llevaría a sumergirse en las aguas de un río con los bolsillos llenos de piedras. El diálogo entre ambos era intenso, no perdonaban nada: su mirada crítica, cáustica en ocasiones, invadía vidas y paisajes por igual. Pero el pensamiento corre a todas partes. De pronto imagino a Woolf en cualquier paraíso de México, poco antes de las elecciones: “Está muy bien venir al campo para poder escribir…Creo que no hay más que la meditación apasionada para mantenerse firme, y la pasión tiende a disminuir. ¿A ti no te pasa? Es cierto que leer Sobre la libertad de John Stuart Mill tal vez no sea lo más apropiado en este contexto”. No es el lugar para explorar a conciencia el tipo de relación que mantuvieron Strachey y Woolf, pero es evidente que toda su intercambio epistolar está basado en la sorpresa de estar vivos, siempre descubriendo nuevos libros y entornos donde su inteligencia sensible fuera la protagonista. La última carta de Virginia a Lytton —una que es muy probable que él nunca leyera porque estaba ocupado en esa última tarea que nos impone la vida, que es morir— es como el inicio y gran final de toda correspondencia que se valore: “Vengo de soñar contigo. Es por eso que te escribo”. ¿Hay otra razón para enviar un verdadero mensaje a alguien?