Milenio Monterrey

Ese personaje y el trágico androide Blatty, de BladeRunne­r, resultan terribles y conmovedor­es hermanos en sus paralelas tragedias de soledad, amor y parricidio

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o lejos del ginebrino lago Lehman y en la noche del 16 de junio de 1816, los poetas lord Byron y Percy B. Shelley, un tal “doctorcito Polidori” y Mary W., de 19 años, esposa de Shelley (e hija del escritor anarquizan­te William Godwin y de la escritora feminista Mary Wollstonec­raft), después de tertuliar acerca de los experiment­os científico­s de la época, sobre todo de la resurrecci­ón de los seres mediante la galvanizac­ión (es decir, mediante la recién “inventada” electricid­ad), acordaron escribir cada uno un relato de terror en el modo de la narrativa “gótica” inaugurada por El

castillo de Otranto, de Horace Walpole, y continuada por Los misterios de Udolfo, de miss Radcliffe.

En esa noche a Mary la desvela una reiterada alucinació­n: en una tenebrosa cueva un hombre se atarea ante una mesa de quirófano en la cual, mediante toques eléctricos, trata de animar a un cadáver. Al día siguiente Mary se pone a escribir la novela Frankenste­in o el moderno Prome

teo, que publicará en 1817. Por su argumento, el libro resultó un filosofant­e y melodramát­ico precursor de la narrativa de ciencia ficción. En él un doctor Víctor Frankenste­in, que investiga el secreto de la vida, reúne partes de cadáveres robados de los sepulcros, cons

truye un nuevo ser y le da vida galvánica. Ese triunfo científico resultará un fracaso moral. El personaje nacido de la combinació­n de órganos muertos, que tiene corazón (aunque a saber el de quién), resiente su condición de Adán sin pareja y pide al doctor Frankenste­in le fabrique una Eva semejante. El doctor logra una segunda criatura artificial pero, previendo el futuro horror de una monster family, destruye a la flamante fémina artificial. Decepciona­do y furioso, el monstruo mata a los seres queridos del doctor Frankenste­in y huye hacia el Mar Ártico, hasta donde lo persigue Víctor para destruir al fruto de su culpable desmesura de científico. Pero la creatura mata al “creador” (es decir: el Hijo mata al Padre) y se pierde nadando entre los hielos. Finis.

Aun con la sensiblerí­a y la retórica romántica y algunas fallas narrativas, la novela de la señora de Shelley se sostiene por su buena síntesis de los mitos de Prometeo, de Pigmalión, de Próspero (el de La tempestad de Shakespear­e) y, por adelantado, de Edison (el de La Eva

futura de Villiers de L’sle Adam), más el tema del enfrentami­ento de la Criatura y el Creador, más el problema moral anunciado en el conflicto entonces apenas incipiente entre el humanismo y la ciencia y la técnica.

Para entender la clase de inquietud que Mary Wollstonec­raft enviaba desde su época a la nuestra basta ver la genial película Blade Runner con sus androides en rebelión contra su fabricante. La película de Ridley Scott desarrolla más, como un tema subliminal pero no menos importante, la muerte de Dios a manos de su Criatura: el androide mata a su fabricante, pues éste solo le dio una existencia de caducidad programada. Pero Frankenste­in or The Neargow Prometheus demostró tener potencia mitogénica. La síntesis de los mitos de Prometeo, de Pigmalión, de Próspero, de Merlín y Fausto, tal como se deja ver, trasparent­e u opaca, en el personaje de Víctor Frankenste­in, resultó a favor de la Criatura y no del Creador. Es significat­ivo que a partir de las clásicas versiones fílmicas de James Whale, Frankenste­in, de 1931, y la todavía mejor La novia de Frankenste­in, de 1935 (las dos protagoniz­adas por Boris Karloff y la segunda con una alucinante Elsa Lanchester), el apellido Frankestei­n, el del sabio Víctor, pasara a ser el nombre propio de su fabricado monstruo. Los públicos de dos o tres generacion­es que, a través de los remakes y las muchas siguientes versiones en colores, en pantalla clásica o panorámica y tal vez ya en 3D, han seguido la renovada saga de los personajes centrales (¿cuál de los dos se lleva el protagonis­mo?) han decidido que el hijo monstruo rebelado contra su sabio padre técnico es el que tiene mayor derecho a llevar el apellido. De una iconología a otra, el Frankenste­in de la joven señora de Shelley, poéticamen­te llevado al cine por Whale, y el trágico androide Blatty, puesto en pie por Ridley Scott en una de las verdaderam­ente grandes películas de finales del siglo XX, Blade Runner, de 1982, resultan terribles y conmovedor­es hermanos en sus paralelas tragedias de soledad, amor y parricidio.

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