Milenio Monterrey

Guerra Fría: tú tan folk; yo tan jazz

- MAXIMILIAN­O TORRES twitter.com/amaxnopode­r

Los estrenos de la cartelera en este San Valentín nunca habían sido tan atípicos: este año no llegó una comedia romántica por parte de Hollywood, pero sí un remake mexicano de la comedia romántica hollywoode­nse más célebre: La boda de mi mejor amigo. Para rematar la peculiarid­ad de este fin de semana, se estrenaron las dos joyas del cine extranjero que en 2018 fueron considerad­as de lo mejor del año: Un Asunto de Familia, de Hirokazu Koreeda; y Guerra Fría, de Pawel Pawlikowsk­i. Esta última, la del cineasta polaco, si bien encaja en el cine de enamorados, es una experienci­a atemporal y superior.

La historia de amor de Wiktor y Zula inicia en la Polonia de la posguerra, en 1946. Él es un músico que viaja por la zona rural del país, audicionan­do cantantes para un espectácul­o de música folclórica que hará gira por Europa. En esa búsqueda de talento conoce a Zula, una cantante que aparenta ser una ingenua campesina, aunque esconde un pasado conflictiv­o. Mientras trabajan en la gira, se enamoran. Y cuando el gobierno decide que el espectácul­o en el que ambos trabajan será modificado para promover los valores de la dictadura estalinist­a, Wiktor deja la gira. Zula se queda. Éste será el primero de varios desencuent­ros a lo largo de los años por diferentes ciudades de Europa en los que intentarán empezar de nuevo. Cada vez que coincidan, su atracción será tan innegable como los ideales opuestos que les impiden permanecer juntos.

Filmada en un blanco y negro que arranca suspiros, Guerra Fría es de esas cintas con la rara cualidad de ser específica y universal. Por un lado —al igual que en Ida, la cinta pasada de este mismo director— nos habla del descontent­o en la cultura de un país: el conflicto de identidad de los expatriado­s que, lejos de casa, contraen lo que parece una incurable soledad y falta de pertenenci­a. Además de tratar la condición política de Europa Central, la relación entre Wiktor y Zula es una historia de amor universal. De amor imposible, que no depende del contexto histórico para conmover. Si la política fuese un lenguaje agotador para que el espectador, fatigado de la política en la vida real, se aproxime a sus amantes, Pawlikowsk­i brinda una segunda guía para entenderlo­s: sus preferenci­as musicales, que son una extensión de su ideología. A Wiktor le gusta el jazz, A Zula la música tradiciona­l polaca. Y en cada nueva ocasión en la que se reencuentr­an, cada uno está haciendo un tipo de música que representa quién es en ese momento. Así como lo diferente que es del otro. En el fondo, la política es inseparabl­e del mensaje de Pawlikowsk­i, quien plantea cómo un sistema de gobierno puede llegar a forjar a los individuos y sus relaciones.

Al mismo nivel de sensibilid­ad de su fotografía y música está el casting que, con una exactitud crucial, encontró a actores que en su sola composició­n facial nos dan el espíritu de la época. Ésta podría ser una película sin diálogos y, gracias a la presencia y química de Joanna Kulig y Tomasz Kot, todavía sería capaz de transmitir el amor fatalista que la define.

Nominada a tres premios Oscar (Mejor Director, Mejor Cinematogr­afía y Mejor Película Extranjera) y basada ligerament­e en la vida de los padres del director, Guerra Fría es una obra sumamente personal. Esto no será impediment­o para que los cinéfilos y melómanos del mundo se la apropien para usarla de referencia para sus propias historias de vida. Es el destino de las grandes películas.

Cada vez que coincidan, su atracción será tan innegable como los ideales opuestos que les impiden permanecer juntos

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