Que muera la inteligencia
Es difícil asegurar la verdad histórica de la frase que Miguel de Unamuno le habría espetado al general José Millán Astray en la universidad de Salamanca. La prensa extranjera, principalmente la francesa, engrandeció la escaramuza a pesar de haberla recogido de oídas, y la prensa española, franquista, hizo absoluto mutis; la leyenda dice que ante la oratoria de Unamuno defendiendo a la República —“venceréis pero no convenceréis”—, y con la presencia de Carmen Polo de Franco, cuyo esposo había tomado el poder poco antes, Millán lo habría encañonado, gritándole “¡Muera la inteligencia!” o “¡Muera la intelectualidad traidora!”, o algo similar.
Lo que la viñeta recoge, sin embargo, fue muy real: la guerra que Franco, de la mano de la Iglesia, emprendió en España contra la ciencia, la inteligencia y la crítica. No es que ese dictador haya sido el único: un pueblo inteligente e informado suele identificar y rechazar la demagogia con que los autócratas pretenden deformar, a su favor, los hechos presentes y pasados, y a la inversa; por algo no pocos países, organizaciones y empresas han optado por establecer su supremacía al manipular, repartir y multiplicar las poderosas matrices del miedo y de la rabia vía las redes sociales. No, no exagero: hemos visto una y otra vez al presidente del país más poderoso del mundo doblarse con gustosa sonrisa ante el enemigo histórico de su patria, supongo agradeciéndole la exitosa manipulación del sufragio a su favor desde 7 mil 800 kilómetros de distancia.
En el México de la transformación de cuarta, la cultura y la ciencia han quedado en manos de gente de dudosos méritos, cuya designación no parece ir más allá de buscar la consolidación del proyecto hagiográfico presidencial.
Los contrapesos a ese poder, todos, han sufrido embates desde la oficialidad: instituciones básicas para la vida democrática como el IFE, el Inegi, la prensa, el Poder Judicial, la sociedad civil y hoy la CRE se venden al punto de las siete de la mañana como los nuevos enemigos del pueblo. Cuando menos del pueblo bueno, que viene siendo el pueblo acólito, porque toda crítica, razón o señalamiento, pertinente o no, urgente o no, es definido como ataque y compló, y todo dato duro que contradiga la propaganda oficial —alrededor del aeropuerto, del robo de combustibles, de la selva lacandona o de lo que se vaya acumulando— es tildado de mentiroso sin más sustento. A lo más, por respuesta se reciben falsas equivalencias, como acusar a quien se queja por la ineptitud desplegada en Pemex de apoyar la delincuencia, o disculpar el vandalismo rebautizándolo como protesta social. El discurso desde la Presidencia, pues, se empeña en dividir al país entre buenos y malos, donde el rasero no es la virtud o la verdad sino la adhesión ciega al proyecto de poder de López Obrador.
Encima, pronto tendremos una policía militar bajo el mando del Presidente, uno que en los hechos controla al Legislativo y tiene al Judicial del cogote. Si todo eso, conociendo nuestra historia, no les preocupa ni un poquito, es que el kool aid hizo muy bien su trabajo.
En el México de la T4, cultura y ciencia han quedado en manos de gente de dudosos méritos