Así no se legisla
Cuando la libertad tiene precio se convierte en privilegio.
Tras la Revolución francesa surgió un debate intenso acerca de cuál debería ser el rol de los representantes electos: Quienes tomaban las decisiones ¿deberían hacerlo de acuerdo a su mejor saber y entender o con base en mandatos precisos que les acordara aquellos a quienes representaban?
Ambas posturas se superaron por la vía de una síntesis en la que, por un lado, quien legisla no debe ser vocero de un grupo específico, pero tampoco debe hacerlo al margen de lo que es el sentir de la ciudadanía. La posibilidad, hoy real, de una reelección, subraya el tema cada vez más presente de la rendición de cuentas, obligando a quienes desean volverse a presentar, comparecer ante sus electores y responsabilizarse de su actuar. Por otra parte están constreñidos por los entendidos fundamentales que nos permiten ser una democracia: el pleno respeto a los Derechos Humanos.
Nadie está para hacer cabildeo de particulares, pero tampoco se puede, en nombre de un interés tan intangible como la moral o el interés superior de la Nación violentar la Constitución, o los Tratados Internacionales de los que nuestro país es signatario. En ese marco, cada legislador y legisladora puede impulsar la agenda que mejor le parezca. No puede, en cambio, hacerlo de forma secreta, ni mucho menos de espaldas a la ciudadanía. Es por ello que cada participante en los comicios debe presentar su plataforma electoral, al tiempo que, al ser postulado por una entidad política, asume la que su partido plantee. Así nuestros votos no son un cheque en blanco, son una adhesión a una determinada propuesta programática.
La eufemísticamente llamada “protección de la vida desde la concepción hasta la muerte natural” no estaba planteada en todas las plataformas de quienes la votaron favorablemente. Qué importa si eran mujeres u hombres o de qué partido provienen, no respetaron su oferta original, traicionaron a su electorado y violentaron las prácticas más básicas en términos legislativos.