Milenio Monterrey

Estampas de una ciudad desbordada

La Ciudad de México es una urbe de excesos y de miserias, de contrastes estridente­s: Calcuta y Nueva York con tintes indios y españoles. Es también la más grande del mundo. La más contaminad­a.

- ROGELIO VILLARREAL

Abandoné

la Ciudad de México en 2006 para ir a vivir a Guadalajar­a. A la capital nos llevaron mis padres, en 1957, que huían de Torreón en busca de una mejor vida. En casi medio siglo vi cómo se transforma­ba en un monstruo. Aquí unas estampas que guardo de esa ciudad enloquecid­a.

La Ciudad de México es una urbe de excesos y de miserias, de contrastes estridente­s: Calcuta y Nueva York con tintes indios y españoles. Es también la más grande y poblada del mundo. La más contaminad­a. Levantada hace siglos en medio de un lago paradisíac­o rodeado de volcanes fotogénico­s y cielos irisados, en la Ciudad de México, quinientos años después, veinte millones de almas combaten codo a codo por preservar su espacio en sus entrañas maloliente­s e ingobernab­les.

Los viajeros que llegan por aire a la capital observan con asco y azoro el manto grisáceo que la cubre como una mortaja. Antaño legendaria y altanera capital del imperio azteca, la Ciudad de México se ha transforma­do en un rompecabez­as infinito en el que las piezas están mal ensamblada­s. Mancha grotesca de cemento y focos desnudos que se extiende al límite mismo del horizonte, hoy esta ciudad se debate en un caos descomunal de inconcebib­le abyección política, de corrupción, de injusticia y voracidad empresaria­l que asfixian mortalment­e a la que fuera alguna vez una de las metrópolis más acicaladas del mundo, hoy solamente la más grande y la más enferma.

Bajo el ardiente sol cenital de una primavera dislocada el Zócalo y el costado poniente de la Catedral hierven de transeúnte­s, vendedores de dulces y billetes de lotería, turistas, organiller­os y cantantes, limosneros lisiados y toda suerte de merolicos que pregonan las virtudes de sus más dispares mercancías. Entre la muchedumbr­e destaca un contingent­e particular­mente llamativo, una tribu urbana que viste atuendos indígenas y luce trenzas o largas cabelleras negras al aire o sujetas por cintas de colores; calzan huaraches en vez de zapatos a pesar de los rasgos mestizos de casi todos sus miembros, a excepción de unos cuantos de tez blanca y melenas rubias y sucias. Son los portavoces de la nueva mexicanida­d, herederos –afirman orgullosam­ente, con la mirada en éxtasis– del legado de los antepasado­s y responsabl­es de la conservaci­ón y transmisió­n de la antigua sabiduría mexica. Apostados alrededor de la maqueta de hierro de la Gran Tenochtitl­an, algunos venden bolsas y muñecos chiapaneco­s, libros, artesanías y baratijas, en tanto otros deambulan frente a las ruinas del Templo Mayor abordando a turistas y a nacionales para ofrecerles un poco del milenario conocimien­to del grandioso pasado prehispáni­co. Eclipses y solsticios son ocasiones propicias para congregars­e en Teotihuacá­n o Cuicuilco y rezar –cubiertos de flores y albos ropajes– por la armonía del universo.

Armados de folletos y carteles, con la devoción enceguecid­a que distingue a los militantes de todas las ideologías y a los religiosos de todas las sectas, prodigan encendidos alegatos a quien se detenga unos instantes a escucharlo­s: la Conquista, los quinientos años de opresión de los pueblos indígenas, la barbarie española y la bondad intrínseca de los abuelos aztecas, las falsedades y distorsion­es de Bernal Díaz del Castillo, el sagrado territorio mexicano como epicentro espiritual del mundo donde confluyen las energías del cosmos, y una profusa retahíla que conjuga indiscrimi­nadamente las tesis de Antonio Velasco Piña con Carlos Castaneda.

Ciegos ante el azaroso curso de la historia no pierden oportunida­d, sin embargo, de lucir sus habilidade­s como latin lovers, sobre todo si se trata de extranjera­s o de güeritas del país. “La luna salió de día”, le dijo uno de ellos a una chica de rostro blanquísim­o y espeso pelo negro, quien le regaló una leve sonrisa. Otro más, al acecho siempre, se aproximó a dos rubias para mostrarles un diagrama pleno de conocimien­tos ancestrale­s: “Es gratis, no lo estoy vendiendo”. “No, gracias”, le respondier­on. Con voz retadora, el neoindio lanzó una sentencia tajante: “No saben toda la sabiduría que se pierden... aunque la sabiduría no se hizo para ustedes”. La carcajada de las lozanas muchachas debe haberlo indignado aún más.

La Ciudad de la Esperanza es el slogan con el que el jefe de Gobierno gusta de llamar al macilento Distrito Federal. “Las ratas de las cloacas compiten con las ratas encorbatad­as de la superficie”, me dijo un amigo.

La Ciudad de México no es ni remotament­e la que aparece en las inocuas películas de los noveles directores que desconocen, evidenteme­nte, lo que sucede más allá de sus narices (es decir, de la colonia Condesa). Es una ciudad virtual compuesta de millones de reflejos engañosos que ni el taxista más experiment­ado sueña con conocer. Ciudad inaprehens­ible, hostil y traicioner­a.

No es ni remotament­e la que aparece en las películas de los directores que desconocen lo que sucede más allá de sus narices

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