Román Revueltas
Nadie gana en las guerras comerciales
Mi condición de escribidor a sueldo se suma, por esta vez, a la del impulsivo comprador de artilugios electrónicos y ávido consumidor de las novedades que aparecen en el mercado. No he logrado, luego de tibios intentos, sentirme cómodo con Windows 10 —mucho menos con cualquiera de las versiones anteriores del sistema operativo de Microsoft— y mi fidelidad a MacOS X es absoluta: podría recitar aquí mi habitual letanía de ventajas pero la columna va de otra cosa aunque, miren ustedes, algo tan simple como mostrar la carga de la batería para saber si ya puedes desconectar la PC de la toma de corriente sería uno de esos detalles que marcan la diferencia a favor de las Mac, por no hablar de que ningún fabricante ha logrado un trackpad tan cómodo y preciso como el que tienen las máquinas diseñadas en Cupertino (y fabricadas en... China).
Otra cosa es iOS en comparación con Android, sin embargo. No hay manera, a no ser que descargues una fastidiosa aplicación, de poner un simple widget donde te venga en gana en las pantallas de las iPad y los iPhone. Tan cerrado y poco personalizable es el sistema de Apple que terminas por aburrirte aunque, eso sí, hay que reconocer lo sencillo y amigable que es para el usuario. O sea, que en algún momento dejé de usar los esmartófonos de Apple y comencé a adquirir los que utilizan el sistema abierto que distribuye Google. Me encantaban los móviles de Sony que, por
cierto, ya no se van a comercializar más en estos pagos sino en cuatro mercados “estratégicos”, según dicen los directivos de la gran corporación japonesa. Es una pena porque el último modelo, el Xperia1, es un aparato precioso pero la medida parece ir dirigida a mitigar las pérdidas de Sony Mobile. Es extrañísimo, de hecho, que las cámaras de sus celulares no compitan con las que llevan los Samsung, los iPhone y los Google Pixel, entre otros celulares de gama alta, porque Sony les vende los sensores (así como Samsung, a su vez, fabrica las pantallas de los iPhone, lo cual nos habla de la gran integración entre los fabricantes).
En fin, luego de algunas experiencias con esmartófonos de HTC, LG y tras de tener que devolver dos Samsung Note 7 porque hubieren podido “explotar” (sería, más bien, una implosión, digo, no estamos hablando de una granada ni nada parecido), me hice recientemente de dos teléfonos móviles de Huawei. Y debo decirles a los pocos lectores que descifran todavía estas líneas que nunca he tenido un celular tan extraordinario como el Mate 20 Pro: la batería dura casi dos días, la cámara es fantástica, el sistema trabaja con absoluta rapidez (el Samsung S9 +, por el contrario, es cada vez más lento y, desde la última actualización del sistema operativo, la batería se descarga desastrosamente), la pantalla luce espléndida, los acabados se comparan a los de cualquier otro modelo premium de la competencia, o sea, que es un verdadero placer tener un aparato así.
Ah, pero se aparece Donald Trump en el horizonte, señoras y señores. Y nos avisa, a los felices consumidores de los productos de la firma de Shenzhen, que las cosas ya no van a ser así. Sin pruebas ni demostración alguna, acusa a Huawei de espionaje y pone en una lista negra al segundo fabricante de teléfonos móviles del mundo. Las corporaciones que le surten componentes a la empresa china le siguen obligadamente el paso al demagogo y notifican entonces que dejarán de proveerle los chips, procesadores y software con los que fabrica tan deslumbrantes productos (para mayores señas, la laptop Matebook X Pro ha sido catalogada como la mejor portátil por algunas revistas especializadas).
Es una maniobra, desde luego, para doblegar a unos chinos que ya no sólo producen objetos baratos de dudosa calidad sino que han logrado asombrosos avances tecnológicos por cuenta propia (anuncian, entre otras maravillas, un tren que irá a más de 600 kilómetros por hora, levitando, por así decirlo, sobre los rieles). Pero es también la típica estrategia del populista de mente cerrada y corto de miras que no se entera de que la globalización es un fenómeno imparable. En el caso concreto de Trump, no advierte que la propia economía de los Estados Unidos se beneficia de que Intel, Microsoft, Qualcomm y otras corporaciones le vendan procesadores o software a una empresa de tal calibre ni aquilata los daños que resultarán de su torpe arremetida.
Al final, el precio no lo pagaremos únicamente los compradores de los Mate 20 y los P30 sino todos los consumidores. En las guerras comerciales no hay un gran ganador. Todos pierden. O, mejor dicho, todos perdemos. Así fuere que China no respondiera frontalmente a la ofensiva, ocurrirá fatalmente una sacudida en los mercados y, al final, se ralentizará sustancialmente el crecimiento de la economía mundial o, en el peor de los casos, se desencadenará una crisis. Y, si Xi Jinping, un tipo astuto donde los hubiere, termina por lanzar su muy particular embestida, Trump se habrá entonces de enterar con quién se metió. Será demasiado tarde, desafortunadamente.
El fin es doblegar a unos chinos que ya no solo producen objetos baratos de dudosa calidad