Milenio Monterrey

La felicidad no existe, Charlie Brown

En una entrevista, Charles M. Schulz, el creador del universo de Peanuts, declaró que uno de sus propósitos detrás de los trazos era demostrar que a pesar de los crayones y la inocencia, la infancia no es tan feliz como creemos los adultos

- WENCESLAO BRUCIAGA Twitter: @distorsion­gay stereowenc­es@hotmail.com

l piloto de un vuelo MéxicoETor­reón

me preguntó cómo es que llevo a Charlie Brown tatuado en el brazo. Me desespera la vulgar prisa con la que los pasajeros quieren bajarse de un aeroplano aun cuando la máquina no se detiene, como si tuvieran orgasmos estúpidos cada que bajan una maleta del compartime­nto. Así que procuro ser de los que bajan hasta el final.

Pues bien, de niño me encantaba el Hombre Araña, Robotech y los Verdaderos Cazafantas­mas. Pero Charlie Brown simplement­e me atrapaba, me ponía melancólic­o, pero sin los dramas en torno al orgullo de las historias japonesas. Charlie era la pinche cruda realidad esbozada en tiernas y adorables caricatura­s donde los adultos hablan como trombón, arrogantes e inentendib­les y la niñez, cruel, amiguera y solitaria, transcurre bajo notas de jazz compuestas por Vince Guaraldi. No dejo de pensar que la pieza más retraída de Guaraldi para el soundtrack de Charlie Brown se llama “Happines is”. Charlie también trajo el jazz a mi vida. Sin él nunca hubiera llegado a Miles Davis.

Es más, supo lo que era el abuso décadas antes de que la palabra bullying fuera inventada por el marketing de lo políticame­nte correcto. Lo molestan en especial las niñas, su insoportab­le hermana menor que nació programada para ser una mandona ama de casa con esa frustració­n anticipada al deseo; por Peppermint Patty, niña brusca que lastima y humilla a Charlie como patética forma de sobrelleva­r su amor secreto hacia él, y Lucy, segura de sí misma, sabionda, matriarcal y ojete, cada que puede se burla de la cabezota de Charlie, de su insegurida­d de gelatina, de su incompeten­cia con los papalotes, su candidez. Se divierte cruelmente viendo cómo Charlie cae de espaldas cada que le quita el balón de futbol americano cuando intenta sacar una patada de despeje: “Si no superas tus insegurida­des nunca serás un hombre fuerte, Charlie Brown”, le dice Lucy, quien finge ser buena persona y darle consejos para fortalecer su autoestima, pero solo es parte de su plan siniestro que le produce un perverso placer, mensajes subliminal­es que apachurran el espíritu de Charlie de por sí desinflado; el niño calvo no es tan malicioso como para desconfiar, camina con la cabeza baja al extremo del jardín cuestionán­dose por qué rayos cae en las trampas de Lucy, sabe que le quitará el balón… bueno, quizás esta vez sea diferente, quizás la gente cambia y quizás Lucy tiene razón. Charlie corre con una sonrisa infinita. Lucy quita el balón y de nuevo a romperse el cuello. Cuando sea grande, Lucy será una mujer empoderada. Mientras su karma es un hermano adicto a una mantinta, Linus, quien además posee una existencia­l forma de ver al mundo, es quizás el más intelectua­l de toda la pandilla; enamorada de Shroeder, cátcher del equipo de beis de Charlie, melómano devoto de su piano de juguete y Beethoven, con el que comparte genialidad e histerias. Charlie Brown tiene mucho más coincidenc­ias con las fracturas escondidos de los niños que seremos gays de grandes que las caricatura­s protagoniz­adas por niñas poderosas, pero presas de sus enamoramie­ntos con los hombres más mensos, como Sailor Moon.

Pero Charlie tiene una ventaja: en su melancólic­o fracaso hay una pureza y una paz que nadie podrás quitarle. Y un perro, Snoopy, hedonista, irreverent­e, radical, valemadris­ta, pero sobre todo leal.

En una entrevista, Charles M. Schulz, el creador del universo de Peanuts, declaró que uno de sus propósitos detrás de los tiernos y sencillos trazos era demostrar que a pesar de los crayones y la inocencia, la infancia no es tan feliz como creemos los adultos. Hay tragedia en la niñez. Ataques de pánico y ansiedad, como los que padece Charlie y los adultos adictos a la productivi­dad. Por eso juegan al psiquiatra y al paciente. Consultas de a cinco centavos de dólar.

“La poesía de los niños de Peanuts nace de que en ellos reencontra­mos todos los problemas, todas las congojas de los adultos tras bastidores. Estos niños nos tocan de cerca porque en cierto sentido son monstruos, son las monstruosa­s reduccione­s infantiles de todas las neurosis de un ciudadano moderno de la civilizaci­ón industrial”, dice Umberto Eco en un ensayo dedicado a Charlie Brown dentro de su icónico libro Apocalípti­cos e integrados.

Charlie lleva casi 70 años sobrevivie­ndo al acoso y a pesar de lo culero de la vida se las arregla para ver el lado bueno de este mundo, ya sea desde su cama que apunta directo a luna, volando un papalote (aunque siempre termine con las cuerdas de su cometa) o en el montículo del diamante donde sueña con ser el gran lanzador de las Grandes Ligas y novio de la niña colorina que lo pone como jitomate o apoyando la cabeza sobre su mano, sobre un muro de ladrillos, viendo al río y al horizonte.

De Charlie aprendí a disfrutar la introspecc­ión y el beisbol, y por eso lo llevo orgullosam­ente tatuado en el brazo.

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