Maruan Soto
La democracia vista desde Palacio Nacional
En el ambiente que envuelve a México, donde la vida política se construye a partir de los individuos y no desde las ideas, qué tanto estamos dispuestos a perder el rumbo que se creyó buscar. Llevamos tiempo hablando de nuestros tropiezos en el acceso a la democracia, pero hemos renunciado a discutir sobre las maneras
de habitarla. Sin romper con las peores costumbres volvimos a esquivar camino.
Por lo poco original que resulta en este país la defensa mordaz de un presidente a un funcionario opaco, quizá entre los más de nuestra experiencia reciente, vale la pena pensar cómo nuestra relación con la información revela la inmadurez nacional.
En México se escoge proteger la ilusión. De seguir así ya no pensemos en verdades, inclinémonos por la metafísica política, jurídica y social. Se va eligiendo despreciar pruebas periodísticas o estudios adversos a las convicciones, mientras se admiten aseveraciones que, escasas de evidencia, esconden ambigüedades.
Aquí se exacerba la historia anulando las referencias de la historia, hasta conformarnos con la nimiedad de declaraciones vaporosas, donde ni investigación o reflexión alguna serán competencia. La promulgación de respaldos no otorga más prueba que la palabra sujeta a una extrema y peligrosa confianza. Quien haya visto el deterioro de un gobierno sabe que ningún pueblo es responsable si confía demasiado en sus gobernantes.
Sin embargo, pareciera que preferimos confiar en lugar de hacer frente, no sólo a las incertidumbres de la duda natural sobre las verdades, sino al resquebrajamiento de las certezas. Nos estaremos equivocando de creer que evitaremos el golpe paradójico que impone la realidad al creerle al mentiroso.
Valdría la pena también, recordar, que una presidencia sujeta al escándalo no se dedica a gobernar. Tenemos experiencia en el tema. Cuando aparece el escándalo a éste se le alimenta, se le ignora, o se defiende de él. No hay espacio para gobernar cuando se sustituye la atención de lo administrado.
El desprecio a la información que no coincide con la proporcionada por el poder, sin importar la insistencia en una popularidad que lleva la democracia a los niveles de un certamen de belleza, es el primer signo de nuestra incomprensión a esa forma de gobierno que, desde sus cúpulas, constantemente, nos resistimos a adoptar.
La democracia no es la nulidad del conflicto, sino su administración con responsabilidad, en paz. Sin la beligerancia que Palacio Nacional y sus allegados imprimen hacia quien señala contradicciones y barbaridades. Si su entendimiento de libertad es la incapacidad de comunicarse como adultos, dejan de asumirse como figuras de Estado para parecerse a un imberbe adolescente que no saluda por sentirse encima de cordialidades.
Cuando un gobierno promueve la credulidad absoluta a sus dichos hace pedagogía del no pensar, del no dudar. Del no aprender. Toda pedagogía necesita de un receptor. Cualquier gobierno democrático entiende esto dándole valor a la información de la prensa. Lo contrario se torna antidemocrático a través de la verdad adjudicada por la conveniencia, ni siquiera de simpatías, como de la imposibilidad para aceptar el error. Hablemos entonces de involución política.