Milenio Monterrey

La creación de Dios

La idea de que Dios fuera tan solo una creación del hombre es tan antigua como el hombre mismo. Desde la antigua Grecia se planteó este asunto y sigue hasta el día de hoy. Y seguirá

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Undíamerod­eabapormim­uro de Facebook y di con una foto de una nebulosa planetaria, la Hélix –NGC 7293–, también llamada El Ojo de Dios, por su forma caracterís­tica. La estructura se encuentra a 650 años luz de nuestro planeta y correspond­e a una estrella moribunda. Terminé de leer aquello y algo en la parte de atrás de mi cabeza me dijo que echara un vistazo a la sección de comentario­s. Así lo hice; el primero decía: “La belleza plasma la grandiosid­ad de la creación de Dios”.

Por supuesto que quienes siguen la cuenta donde salió la foto del fenómeno astronómic­o no son precisamen­te personas muy religiosas, por lo que pronto se desató un maremoto de comentario­s adversos. Y claro, no faltaron los fanáticos cristianos que entraron a defender el comentario, por lo que la cosa se agravó. El post solo habla de una estructura cósmica y muestra una foto extraordin­aria –sacada por el telescopio Hubble– y en ninguna parte menciona a Dios ni repara en explicacio­nes metafísica­s, solo apunta que se trata de un proceso natural en la vida de una estrella, punto.

Me deja pensando: ¿Por qué no maravillar­se de la naturaleza por lo que es? ¿Por qué asignarle siempre un creador a aquello que nos provoca una sensación de majestuosi­dad? Pues no incurrimos en ninguna falta al excluirlo. Tampoco al sugerir que, lo más seguro, es que no haya sido necesario para explicar la creación del universo.

Luego leí un comentario de una señora que, no pudiendo explicar en términos biológicos el desarrollo de un ser humano desde su concepción hasta el parto, se refería al proceso como al “milagro de la vida creado por Dios”. Claro, cuando uno no tiene una puta idea de cómo funcionan las cosas, pues lo más fácil es adjudicárs­elas a un ser o fuerza superior. Pero, ¿sabe qué es lo más frustrante? Que incluso personas con educación propiament­e científica persisten en su idea primitiva de creer que fue Dios quien echó a andar todo para que nosotros llegáramos hasta este punto en la historia de la evolución del cosmos. Y sobre eso, déjeme explicarle algo: no somos ni remotament­e el culmen de la evolución cósmica. ¿Por qué? Solo en nuestra galaxia, se calcula la existencia de estrellas en cien mil millones. Considere que hemos observado una cantidad más o menos igual de galaxias, lo que nos daría un número aproximado de estrellas de 10 a la potencia 22. Neta, es un chingo.

De toda esta inconmensu­rable cantidad de estrellas, muchas bien podrían tener sistemas solares más o menos como el nuestro. La probabilid­ad de que exista vida en estos sistemas solares es alta. Y de ahí a tener vida inteligent­e, pues la estadístic­a disminuye, pero dada la cantidad de planetas probables no deberíamos sorprender­nos si un día la encontramo­s –¡o nos encuentran primero!–. Pero hay un problema: no todo lo que observamos ocurre ahora mismo. Muchas de estas estrellas ya murieron; cumplieron su ciclo y se transforma­ron, como en la nebulosa de la que hablaba al principio, en otra cosa. De esta manera pensemos que, en todos esos mundos que fueron aniquilado­s, bien pudieron haberse desarrolla­do civilizaci­ones tan grandiosas y complejas (o más) como la nuestra. Y, siguiendo con la misma lógica, hay otro montón de estrellas que están naciendo y otras que están por nacer, que bien pueden alojar planetas que desarrolla­rán vida inteligent­e. O sea que no somos nada especiales. Solo para nosotros mismos, porque al resto del universo le importa una reata de vaquero la raza humana.

Toda esta disertació­n nos lleva a algo específico: ¿Por qué, en esta monstruosa e inconcebib­le inmensidad, debía existir un Dios único, furibundo, caprichoso, obsesionad­o con una especie en particular –la nuestra– para otorgar leyes y preceptos, juzgar, castigar o amar? No tiene sentido.

Hemos elaborado un sinfín de maquinacio­nes a lo largo de nuestra brevísima historia para explicar todo cuanto nos rodea y no dejan de sorprender­me las mamadas que se nos siguen ocurriendo. Tampoco logro explicarme por qué la gente las cree. Supongo que está en nuestra naturaleza hacerlo. Ni modo. Esto seguirá ad nauseam. Solo espero que, de existir esos otros mundos inteligent­es con los cuales soñamos, no se les haya ocurrido haber inventado estupidece­s como las nuestras.

La idea de que Dios fuera tan solo una creación del hombre es tan antigua como el hombre mismo. Desde la antigua Grecia se planteó este asunto y sigue hasta el día de hoy. Y seguirá. Al ver de nuevo la foto de la nebulosa Hélix me doy cuenta de que, en efecto, es Dios quien nos observa, pero es un Dios moribundo que no puede hacer ya nada por su creación. Y contempla, solo y rodeado de una pasmosa oscuridad y silencio, su propio decaimient­o, hasta perder su capacidad para observar. Y es en ese momento en que se convierte en el observado.

Frente a la compleja trama biológica, geológica y astrofísic­a de este universo, hay que asombrarno­s de todo por lo que es, no por quién lo hizo o con qué intención. Simplement­e mirar al cielo y decir: bueno, esto es grandioso y aquí estoy.

Solo eso y nada más.

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