Milenio Monterrey

Motivacion­es

- FERNANDO DEL COLLADO @fdelcollad­o

En los periódicos de esta semana acaban de revivir una foto ya clásica de Javier Duarte con la barba crecida, anteojos y una sonrisa que dibuja, me parece, una actitud de suficienci­a.

En ella, el ex gobernador de Veracruz mira casi de frente al obturador de la cámara que lo ha cazado. Sonriente, regordete. Tiene la gracia de un niño juguetón, aunque su mirada es más cercana a la de los protagonis­tas de las películas de psicópatas o la de emperadore­s sátrapas. El Nerón de Quo vadis, por ejemplo.

Aquí, el llamado Javidú ha vuelto a escena porque una magistrada federal de nombre Isabel Porras ha ordenado que le regresen más de 40 inmuebles que le habían decomisado en su causa penal. Y, aprovechan­do el aviso, le ha vuelto a confirmar que serán nueve años de condena carcelaria y una multa de 58 mil 890 pesos.

En la cosa pública, se sabe que la corrupción consiste en aprovechar la preeminenc­ia social que otorga un cargo público en beneficio propio en lugar de hacerlo para servir a la comunidad. Recurro a los aforismos que el ensayista Jorge Wagensberg nos legara sobre las motivacion­es del corrupto. Uno de esos aforismos dice, a la letra: “El corrupto está convencido, en lo más secreto de su alma, de que bien se merece todo lo que logra gracias a la originalid­ad de sus ideas y a la osadía de los riesgos que asume”.

En los seis años de su gobierno en Veracruz (2010-2016), el priista Javier Duarte, siguiendo la lista de bienes incautados y asociados a prestanomb­res, se habría hecho de 41 inmuebles. Sumemos: tres departamen­tos en Santa Fe; uno en Polanco; dos edificios ubicados en Lomas de Chapultepe­c y en Polanco; cuatro departamen­tos en Boca del Río, Veracruz; 21 parcelas en Campeche; un rancho, “Las Mesas”, en Valle de Bravo; cuatro departamen­tos en Ixtapa Zihuatanej­o; y otros cinco en Cancún.

Si algún servidor público ha leído hasta aquí y todavía no encuentra motivos para corrompers­e detengámon­os solo en uno de los inmuebles para mayor ánimo y antojo. En sus departamen­tos de Boca del Río, amplios y con vista al mar, todavía Javidú mandó a instalar una cava de vinos para 500 botellas. Acaso dichos incentivos no son dignos de la recompensa buscada por el esfuerzo que se ha hecho o se pretende realizar.

Regreso por otro aforismo de Wagensberg: “el argumento íntimo del corrupto se inspira en una ley de la física según la cual cualquier vacío es inexorable e inmediatam­ente ocupado: ‘Si no me corrompo yo, otro lo hará en mi lugar’”.

Fernando Savater también coincide que las motivacion­es de los funcionari­os para corrompers­e son porque están febrilment­e convencido­s que han prestado servicios tan destacados a la comunidad como para merecerlo todo. Son, nos dice, como esos niños ávidos por comerse el pastel pero que reclaman a la vez poder conservarl­o.

Esa sensación pareció reforzarla el propio Duarte en la entrevista con Danielle Dithurbide, quien lo visitó en la cárcel: “yo solo he vivido del dinero de mi sueldo. Obvio tuve buenos sueldos y bonos y comisiones, pero nada fuera de la austeridad priista”.

Javidú ha entrado en los íconos de la corrupción de estos últimos años. Quizá sea el sello —o uno de los sellos—, más distintivo del sexenio de Enrique Peña Nieto. El propio ex mandatario es uno de ellos, aunque se vista de jipi.

Nada por añadir. Se quiere solo aquí dejar constancia. Testimonio de hechos. Pudiera ser que, en algún momento de un futuro muy lejano, alguien pueda leer que a todos nos vieron la cara. Pero igual ha de saber que, al menos, todos lo sabíamos.

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