Punto límite cero
nadie se ha atrevido a decir algo parecido, sería tremendo. Pero, aunque no lo digan, estoy segura de que muchos lo piensan», opina la presidenta de UDP.
Es verdad que ningún representante político español ha osado a ir tan lejos como el vicegobernador de Texas. Pero, aunque más tímidamente, también ha habido quien ha soltado auténticas barbaridades.Eselcasodelaconcejaldel Ayuntamiento de Arrecife Elisabeth Merino, perteneciente al grupo mixto Somos LanzaroteNueva Canarias, quien en una entrevista de radio se despachó diciendo que el nuevo brote de coronavirus es «un aviso de la naturaleza de que puede ser que estemos llenando la tierra de muchas personas mayores y no de jóvenes».
El rechazo a los mayores, también conocido como edadismo, está por todas partes. Al fin y al cabo, vivimos en efebocracia, en una sociedad que rinde culto a la belleza y la juventud. «Si el coronavirus matara a los jóvenes, estoy seguro de que el Gobierno habría reaccionado antes», se lamenta Eduardo Rodríguez Rovira, presidente de honor de CEOMA.
En Alemania, un país de ideas por más que no todas hayan sido buenas, el filósofo Jürgen Habermas ha debatido con el jurista Klaus Günther sobre el conflicto entre salud y libertad. Su conclusión es que nadie puede poner en peligro la vida de otro; el confinamiento está justificado. ¡Y así es! Pero el propio Habermas matizaba que esa restricción no puede ser, valga la redundancia, irrestricta: no solo aspiramos a una vida biológica, sino también a una vida digna e incluso a una vida buena.
Ahora que desciende el número de contagios por efecto de la reclusión, este conflicto presenta un aspecto distinto. Nunca fue fácil resolverlo: la trayectoria causal que conduce de la libertad de uno a la muerte de otro es borrosa en una epidemia. Recuérdese que el confinamiento tenía por objeto «aplanar la curva», distribuyendo los contagios en el tiempo para evitar el colapso hospitalario. Si aspirásemos a eliminar del todo los fallecimientos causados por virus infecciosos, nos confinaríamos en cada temporada de la gripe. No lo hacemos: se trata de convivir con el virus de la manera más pacífica posible. Por eso era coherente apoyar el confinamiento hace dos meses y pedir ahora su levantamiento cauteloso.
Ninguna sociedad puede recluirse para siempre: las medidas adoptadas bajo el amparo del estado de alarma erosionan la democracia y ejercen presión creciente sobre la vida económica. «Esta peste era la ruina del turismo», dice el cronista de la novela de Camus; pareciera escrito ayer. Nuestro país debe esforzarse por atenuar el daño, por ejemplo imitando a los países que lo han hecho mejor. Además, el miedo al gran rebrote no tiene por qué materializarse: el virus parece tener dinámicas propias y esta vez aplicaremos medidas de prevención. En definitiva, hay que probar suerte.
El problema es que la búsqueda del equilibrio entre control sanitario y actividad social requiere de un marco de decisión estable y competente. Tenemos lo contrario: un Gobierno que interpreta el estado de alarma como un zoco territorial, intenta normalizar al ultranacionalismo vasco y coquetea con derogar la reforma laboral al borde de una crisis abismática. Esta semana, las acciones del gobierno recordaban la loca carrera del conductor de Vanishing Point, la película escrita por Cabrera Infante: «¡La cuestión no es cuándo va a parar, sino quién va a pararlo!». Y así, francamente, no hay manera.
El miedo al gran rebrote no tiene por qué materializarse: el virus parece tener dinámicas propias