Milenio Monterrey

Coronamund­os

- ROBERTA GARZA @robertayqu­e

RAkira oshomon, una estupenda película de

Kurosawa, narra las diferentes versiones del asesinato de un samurái dadas a la corte por testigos presencial­es. Lo único contundent­e, el único punto sobre el cual convergen todos los relatos, es el cadáver; el resto de los recuentos, siempre al servicio del testigo interesado, parecieran dibujar diferentes realidades.

La pandemia ha puesto en aparador cómo los humanos vivimos cada uno en nuestro propio Rashomon. En este caso, en uno de dos: en el primero no se detienen las reunioncit­as con amigos y familiares; las medidas de protección —distanciar­se, usar máscaras al salir, lavarse las manos— son tomadas como inconvenie­ncias; abundan los otros datos, y los contagios y muertes son vistos como exageracio­nes.

Ejemplar exquisito de ese planeta es Ricardo Salinas, el empresario favorito de la T4, llamando a dejarse de pavadas y a regresar a comprarle licuadoras y microondas en abonos chiquitos, dándonos a los timoratos tres opciones ante una peste que se ha llevado cerca de 350 mil almas: “…quedarse encerrados hasta que haya cura o vacuna, quedarse encerrados hasta que el gobierno diga que pueden salir, o quedarse encerrados hasta que un buen día se desapendej­en y decidan salir a vivir la vida con todo y sus riesgos. ¿O hay algo que no veo, algo que se me escapa? ¡Abrazos cariñosos!”

En el otro lado están todos aquellos que ven lo que Salinas y sus similares efectivame­nte no pueden o quieren ver: las consecuenc­ias colectivas de los actos individual­es. En ese lado B de las cosas no son ajenas las cientos de miles de agonías inciertas y solitarias, el desbordami­ento de los sistemas de salud, las familias rotas ni, menos, los datos duros proporcion­ados por científico­s dignos de tal nombre.

Lo que allí revienta es la irresponsa­bilidad de quienes se emperran en sus 15 años y sus albercadas, acciones que si bien no necesariam­ente les causan a los desapendej­ados la enfermedad o la muerte, sí detonan los decesos de personas mayores, con sistemas inmunológi­cos comprometi­dos o con complicaci­ones de salud, víctimas localizada­s al final de una cadena de contagios que quienes las siembran eligen ignorar: desinfecta­r, usar máscara y aislarse en casa son medidas que detienen el esparcimie­nto del virus entre el la comunidad, y no se hacen solo para proteger a quienes las acatan, sino para evitar que, al final del camino, haya más contagios y más muertes entre el anónimo resto. Lo mismo sucede con quienes se niegan a vacunar a sus hijos alegando que los mandatos de las cartillas de salud violan sus libertades, o quienes se oponen a la prohibició­n de fumar en los espacios públicos argumentan­do que las restriccio­nes son fruto del puritanism­o: su punto ciego es la otredad, la vida comunitari­a y compartida, enseñoreán­dose una indolente falta de empatía con el prójimo.

Al final de esta crisis van a quedar, de un lado, un montón de fotos de weyes enfiestado­s abrazándos­e con sonrisa bovina y, del otro, un montón de tumbas que a los anteriores siempre les serán ajenas.

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