Milenio Monterrey

Cándidos y comodinos

La mentira podrá hacernos esclavos, pero a cambio nos libra de hacernos responsabl­es...

- XAVIER VELASCO

Uno cree lo que quiere y quiere lo que cree.

Da rabia que la gente de estos tiempos se crea las mentiras más cuchipanda­s y aplauda las palabras literalmen­te menos pensadas. Pero de poco sirve tanto espumarajo, si nadie vive a salvo del ridículo. ¿Con qué cara reclamas a inconsecue­ntes y perezosos por dejarse engañar sin meter las neuronas, si lo has hecho mil veces, por tu parte? Se traga uno los cuentos que mejor le acomodan porque le caen del cielo y en la mano, como el tahúr que sueña con un número y despierta seguro de haber intercepta­do un mensaje cifrado por Yahvé. Y como los viciosos y los enamorados, uno cree lo que quiere y quiere lo que cree: tal es el gran tesoro de los embusteros.

Solemos hacer burla de los merolicos y de la ingenuidad de su clientela, pero igual charlatane­s hay por todas partes, no necesariam­ente con megáfono. Y tampoco es que sea fácil resistirse al magneto de los engaños burdos, si estos son además apetitosos. Hoy que las famas públicas florecen de la noche a la mañana y la ignorancia le hace el feo a la ciencia, menudean los creyentes en el triunfo gratuito. Y ni modo que no, si hay quienes les prometen que ganarán un premio sin haber competido. El pensamient­o mágico no contiene otro hechizo que el propio de estirar nuestras expectativ­as a la sola medida de nuestra fantasía. Trabajo de huevones, si me es dado eludir los eufemismos.

No pretendo pasar por industrios­o. La idea de esta columna me surgió en la vagancia, mientras mataba el tiempo con un videojuego. Una vez agotadas las “vidas” disponible­s, había aceptado ver 30 segundos de publicidad de otro videojuego a cambio de una nueva oportunida­d. “¡Mejora tu memoria!” “¡Ejercita el cerebro!” “¡Los neurólogos lo recomienda­n!” Promesas de esta clase tendrían que causar hilaridad, y no obstante funcionan para justificar aquello que nosotros, los viciosos digitales, hacemos sin orgullo y de pronto en secreto, no sea que nos tachen de holgazanes. ¿Quién no quisiera armarse de razones de peso –entiéndase coartadas– para cruzar los límites de lo debido? La mentira podrá hacernos esclavos, pero a cambio nos libra de hacernos responsabl­es.

La fe ciega es la sala VIP de la conciencia. En su interior creemos, igual que cuando niños, que el mundo está en su sitio y marcha hacia adelante por nuestra misma ruta. Salir de ese capullo, o siquiera asomar la testa a la intemperie, es dejar en el aire las certezas que hasta hoy nos apuntalan, por frágiles que luzcan a otros ojos. No es que todos los crédulos defiendan a sabiendas la mentira, sino el candor que la hace verosímil. De ahí que con frecuencia se aferren a sus beatas conviccion­es como el náufrago al trozo de madera. Duele perder la fe, tanto como el amor, porque más allá de ellos nos acecha la nada.

“No sé qué me pasó”, se excusa uno, al paso de los años, para no responder por las insensatec­es que en maldita la hora enarboló sin miedo a equivocars­e, pero no es que no sepa qué bicho le picó, como que le abochorna hasta la ignominia hacerse cargo de su candidez y disimula el grito del despecho. Casi todos hemos hecho lo mismo, la fe es droga potente y su escasez provoca miedos inusitados en sus adeptos. Valdría comparar las alcahueter­ías de los adictos al pensamient­o mágico con la rabia del público futbolero local cuando el árbitro marca con justicia un penal en su contra. No es que sean tramposos, sino acaso rehenes de una fe colectiva inquebrant­able. Si han de linchar al hombre del silbato, será en nombre de una lealtad mayor que tiene a la miopía por virtud.

¿Mienten los comodinos que se guarecen bajo una gran mentira? Segurament­e tanto como la pareja que se miente el amor en nombre del confort. A todos nos sucede, y no por eso vamos al patíbulo.

¿Con qué cara reclamas a perezosos por dejarse engañar sin meter las neuronas, si lo has hecho mil veces, por tu parte?

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EFE

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