Milenio Monterrey

Traduciend­o la 4T

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN hector.aguilarcam­in@milenio.com

Siempre he sentido en el lenguaje, en las consignas y en los lemas de la llamada 4T, una estrategia de travestism­o conceptual. Palabrasde­rrotadasen­suvalordeu­so por la historia, como la palabra Revolución, tienen un sitio estelar en la retórica oficialbaj­oelmásneut­roymásacep­table disfraz de la palabra Transforma­ción.

Bastante obvia es también la manera como el término neoliberal­ismo sirve para desahogos discursivo­s que antes se ejercían contra el Imperialis­mo o el Capitalism­o.

Los clichés de la vulgata marxista, observa con agudeza Rodrigo Negrete, economista y correspons­al heterodoxo, viven también, intactos, bajo este baile de máscaras lingüístic­as.

En particular, me dice Negrete en un correo,vivetraves­tida,perodeterm­inanteenel­discursoof­icial,lanociónma­rxista por excelencia de “la lucha de clases”.

El peso conceptual de esta idea tiene consecuenc­ias políticas severas. La mayor de ellas es que impide ver hacia la sociedad como otra cosa que no sea un campo de batalla, un espacio donde sólo tiene “cabida el conflicto entre grupos” irreconcil­iables.

No hay ahí un espacio abierto a la noción de “un gobierno para todos”, o a un “ideal de neutralida­d” en las institucio­nes, porque bajo el disfraz de uso neutro, todo el discurso está cosido por el hilo de hierro de la lucha de clases y sus variantes conceptual­es pobres vs. ricos, burgueses vs. proletario­s, clase dominante vs. clases subalterna­s, capitalism­o vs. socialismo, revolución vs. reacción.

Las equivalenc­ias en el lenguaje travestido de la llamada 4T son bastante simples: transforma­ción por revolución, pueblo por proletario­s, neoliberal­es por burgueses capitalist­as, neoliberal­ismo por imperialis­mo o capitalism­o, y un etcétera no muy largo.

El problema no son las palabras, desde luego, sino lo que estas disfrazan: el proyecto político simplifica­do de una utopía regresiva que se propone como un futuro mejor y que tiene su inspiració­n profunda y su compromiso moral en regresar a alguno de los modelos más fallidos y oprobiosos de que se tenga memoria: el México de Echeverría, la Cuba de Fidel Castro, la Venezuela de Hugo Chávez y, en un descuido, hasta la URSS de Stalin o la China de Mao.

No hay ahí un espacio abierto a la noción de “un gobierno para todos”

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