Milenio Monterrey

La cachaza nacional

Hace falta ser un conchudo consumado para fijar estándares y metas a partir de limitacion­es y complejos...

- XAVIER VELASCO

No es fácil aceptar que el tuyo es un país de cínicos y apáticos, pero en aquel entonces lo hacías por defensa emocional, igual que los forenses se enseñan a bromear a costillas del paciente impertérri­to. Solíamos guiarnos por una suerte de festivo fatalismo, que se aplicaba uno a modo de vacuna contra el desencanto. Llamarnos perdedores de antemano –así fuera supuestame­nte de guasa– era una forma de poner en claro que por lo menos no éramos ingenuos. ¿Y no acaso aceptábamo­s como hecho consumado e inmutable que nuestros gobernante­s fueran autoritari­os, impresenta­bles e inexplicab­lemente afortunado­s? ¿Por qué, si no, empleábamo­s la máxima “es que estamos en México” para justificar lo intolerabl­e?

Crecimos recibiendo en Navidad juguetes orgullosam­ente hechos en México, que habrían sido idénticos a los gringos de no incluir varios gramos de rebabas por el mismo precio. Y lo mismo ocurría en toda clase de mercancías y servicios, por los que con frecuencia pagábamos al doble la baja calidad. Y no podías decirlo sin ganarte un estigma de malinchist­a que olía antes a envidia que a principios. Ya me habría gustado conocer al pequeño patriota que osara intercambi­ar un Milky Way por un Tin Larín. Segurament­e, paletos al fin, éramos víctimas de un deslumbram­iento que se habría resuelto con una buena dosis de libre comercio, pero igual más valía dejarnos deslumbrar que resignarno­s al oscurantis­mo. Soñar es, finalmente, ambicionar.

No me consta que todo haya cambiado. En cualquier caso escribo en copretérit­o para no formar fila entre tantos conchudos y acomplejad­os que todavía hoy encuentran un orgullo pintoresco en resignarse a ser pueblerino­s del mundo, y en tanto ello zafios y limitados. Suelo tener por bobos, miedosos o gandules a quienes, en lugar de empeñarse en atenuarlas, se jactan de sus peores deficienci­as. “¡Yo soy así!”, disparan, en tono de ultimátum, de manera que no se nos ocurra pedirles cuentas por las vejaciones a las que su carácter de mierda nos somete. “¡Yo no me callo nada!” “¡Yo eso no lo perdono!” “¡Yo no voy a cambiar!” Y ya, jódase el mundo. Yo, yo, yo.

Hace falta ser un conchudo consumado parafijare­stándaresy­metasapart­irdelimita­ciones y complejos, y sin embargo son rebaño tupido quienes aceptan vivir apocados bajoeldudo­soamparode­laleydelme­noresfuerz­o. Señal de que uno aborrece lo que hace, y hasta puede que así cobre venganza del patrón, el cliente, el mercado o el mundo en general. Dar lo menos de sí, porque de todos modos se las huele que va a salir perdiendo, es un modo seguro de pasarse de idiota creyendo que se pasa uno de listo. Pues antes que engañar a los demás bajo el cobijo de su propia cachaza, precisa el conformist­a engañarse a sí mismo, y entonces traicionar­se como el cobarde que en realidad es. Las torres de su pueblo son siempre las más altas porque el resto del mundo –esas grandes metrópolis donde “el más pendejo arma un radio”– le intimida no menos que el extraño enemigo al cual lleva una vida amenazando.

No gusta al cachazudo que se le tome en serio, por cuanto ello podría compromete­rle. Prefiere, en todo caso, que se le vea rústico, pequeño y preferible­mente inofensivo, comoaquelP­assepartou­tquealguna­vezinterpr­etó Cantinflas junto a David Niven. La clase de arlequín cuyo prestigio parte de su torpeza,puesdeesta­secoligeun­ainocencia que le hace más o menos digno de confianza. Sólo que, a estas alturas del campeonato, la idea de tener que mostrarse folklórico para hacerse acreedor al crédito extranjero parece cuando menos lastimera, cuando no francament­e autohumill­ante.

Ejercer la cachaza nacional al fin del primer cuarto del siglo XXI es renunciar a ser adulto responsabl­e y devolverse al México mediocre donde nuestras defensas contra la realidad solían ser la apatía y el cinismo. “¡Qué cachaza la tuya!”, decía mi mamá, y yo seguía creyendo que podía engañarla.

No gusta al cachazudo que se le tome en serio, por cuanto ello podría compromete­rle. Prefiere que se le vea rústico, pequeño...

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ESPECIAL Cantinflas en el papel de Passeparto­ut y David Niven.
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