El inquietante poder de la mentira
Los engaños más rentables son aquellos en los que le haces creer a alguien que ha sido engañado
Muchas mentiras, así sean del tamaño de una casa, se enuncian con la misma fiereza que las verdades sustentadas en los hechos. Lo vemos todos los días, en las redes sociales, en los contenidos de la propaganda, en los espacios públicos y en las conversaciones privadas: los embusteros propalan calculadamente sus falsedades y uno podría pensar que de ahí no pasa la cosa. Pero no: la gente, a su vez, las repite con el convencimiento de estarle trasmitiendo a los demás información privilegiada, como si la calumnia o la maledicencia fueran codiciables tesoros: el presidente Calderón es un borracho, el INE es un instrumento al servicio de los conservadores para que sigan perpetrando fraudes electorales, el Covid es una maquinación de las farmacéuticas, los inversores del exterior vienen a pisotear nuestra soberanía, etcétera, etcétera, etcétera.
La realidad termina por imponerse al final del camino pero el problema, y lo más inquietante del asunto, es que muchos embusteros llegan a ocupar posiciones de poder y que pasan muchos años —décadas enteras, las más de las veces— antes de que la realidad pueda desmontar el universo de falsedades que ha edificado. Hitler, después de todo, sembró el Viejo Continente de millones de cadáveres y llevó a la destrucción pura y simple de su propia nación.
Los engaños más rentables son aquellos, justamente, en los que le haces creer a alguien que ha sido engañado. Que le han visto la cara de tonto, o sea. Las chapucerías sustentadas en la explotación del victimismo ajeno se conectan de inmediato con el enojo, el resentimiento y la insatisfacción personal.
Las sociedades humanas han fabricado, desde siempre, a individuos descontentos. Personas que sobrellevan las injusticias de la existencia y que, llegado el momento, necesitarían encontrar al gran culpable de su infortunio pero muchas otras, también, a las que no les bastan las bondades de la vida para sentirse plenas o para no estar cultivando crónicamente la venenosa materia de la sospecha.
La búsqueda de la merecida reparación —una suerte de revancha final— no siempre se deriva de un maltrato real sino que resulta de un impulso más oscuro, del instinto arcaico que lleva a que una turba brutallinche a un paseante o al salvajismo —mitigado, por fortuna, gracias al proceso civilizatorio— de las muchedumbres. Pero son precisamente estas cenizas, estos residuos de la arcaica barbarie, los que tan alevosamente atizan los mentirosos para agenciarse seguidores y apoyos: se especializan en la deliberada fabricación de enemigos, en el señalamiento de responsables de nuestras desdichas, en la repartición de culpas y acusaciones, en la alteración de datos y, desde luego, en el montaje de tremebundas mentiras cuya mera enunciación despierta la furia de quienes se sienten directamente afectados.
¿El antídoto? La transparencia de la democracia, por lo pronto…