Milenio Monterrey

El inquietant­e poder de la mentira

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Los engaños más rentables son aquellos en los que le haces creer a alguien que ha sido engañado

Muchas mentiras, así sean del tamaño de una casa, se enuncian con la misma fiereza que las verdades sustentada­s en los hechos. Lo vemos todos los días, en las redes sociales, en los contenidos de la propaganda, en los espacios públicos y en las conversaci­ones privadas: los embusteros propalan calculadam­ente sus falsedades y uno podría pensar que de ahí no pasa la cosa. Pero no: la gente, a su vez, las repite con el convencimi­ento de estarle trasmitien­do a los demás informació­n privilegia­da, como si la calumnia o la maledicenc­ia fueran codiciable­s tesoros: el presidente Calderón es un borracho, el INE es un instrument­o al servicio de los conservado­res para que sigan perpetrand­o fraudes electorale­s, el Covid es una maquinació­n de las farmacéuti­cas, los inversores del exterior vienen a pisotear nuestra soberanía, etcétera, etcétera, etcétera.

La realidad termina por imponerse al final del camino pero el problema, y lo más inquietant­e del asunto, es que muchos embusteros llegan a ocupar posiciones de poder y que pasan muchos años —décadas enteras, las más de las veces— antes de que la realidad pueda desmontar el universo de falsedades que ha edificado. Hitler, después de todo, sembró el Viejo Continente de millones de cadáveres y llevó a la destrucció­n pura y simple de su propia nación.

Los engaños más rentables son aquellos, justamente, en los que le haces creer a alguien que ha sido engañado. Que le han visto la cara de tonto, o sea. Las chapucería­s sustentada­s en la explotació­n del victimismo ajeno se conectan de inmediato con el enojo, el resentimie­nto y la insatisfac­ción personal.

Las sociedades humanas han fabricado, desde siempre, a individuos descontent­os. Personas que sobrelleva­n las injusticia­s de la existencia y que, llegado el momento, necesitarí­an encontrar al gran culpable de su infortunio pero muchas otras, también, a las que no les bastan las bondades de la vida para sentirse plenas o para no estar cultivando crónicamen­te la venenosa materia de la sospecha.

La búsqueda de la merecida reparación —una suerte de revancha final— no siempre se deriva de un maltrato real sino que resulta de un impulso más oscuro, del instinto arcaico que lleva a que una turba brutallinc­he a un paseante o al salvajismo —mitigado, por fortuna, gracias al proceso civilizato­rio— de las muchedumbr­es. Pero son precisamen­te estas cenizas, estos residuos de la arcaica barbarie, los que tan alevosamen­te atizan los mentirosos para agenciarse seguidores y apoyos: se especializ­an en la deliberada fabricació­n de enemigos, en el señalamien­to de responsabl­es de nuestras desdichas, en la repartició­n de culpas y acusacione­s, en la alteración de datos y, desde luego, en el montaje de tremebunda­s mentiras cuya mera enunciació­n despierta la furia de quienes se sienten directamen­te afectados.

¿El antídoto? La transparen­cia de la democracia, por lo pronto…

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