Días perfectos
Este filme de Wenders no cuenta una historia extraordinaria sino todo lo contrario: es un homenaje exquisito a la trayectoria ordinaria de un hombre que comprendió el arte de ir despacio y es un canto a las manifestaciones efímeras de la belleza
Tengo un secreto delirio. A veces por la mañana, cuando descuelgo el saco que llevaré puesto para ir al trabajo, me pregunto cómo sería si, mientras esa prenda abraza la frenética jornada que ocurrirá al salir de casa, tomó yo su lugar y permanezco inmóvil y a oscuras, dentro del armario, hasta que ese día concluya su ciclo.
Esa metáfora se expande cuando la velocidad de mi vida rebasa los límites de lo tolerable. Es una necesidad, no me equivoco si la llamo espiritual, para detener la mente y el cuerpo si el ritmo trepidante del afuera altera mi pulso íntimo. Hay veces que desearía ser el filamento de una bombilla apagada durante el día, no porque le falten razones para iluminar, sino porque también tiene derecho a la penumbra del silencio.
Porque la mente es arbitraria, la metáfora de mi delirio conectó sin fricciones con el relato fílmico que Wim Wenders nos regaló en esta temporada. Días perfectos es una cura emocional al servicio de quienes padecemos fobia a la velocidad. Aquellas personas que tienen la ingrata tarea de etiquetarlo todo la han calificado como una película dedicada a exaltar el slow life, el estilo de vida que se ejerce sin prisa.
Hay una palabra japonesa que inspira el guion de esta historia: kamorebi. Se trata de un término difícil de traducir en otras lenguas que refiere a la luz caleidoscópica del sol cuando atraviesa con capricho las hojas de los árboles. Luz que tiembla con fragilidad para introducirse en el ojo humano cuando éste está dispuesto a apreciar el milagro.
La vida humana también necesita de las personas y las cosas para brillar con gracia. De otra manera sería un mero destello incapaz de imprimir memorias en el cerebro ajeno. Hirayama es el personaje central del relato contado por Wenders. Es a la vez el ojo que descubre el milagro del kamorebi y la luz que atraviesa sutilmente las hojas del pequeño mundo que lo rodea.
Todas las mañanas este personaje despierta gracias al sonido sutil de un escobillón de ramas que barre la acera frente a su casa. Entonces comienza la liturgia del aseo, el alimento a las pequeñas
plántulas y el contagioso acto de vestirse con la ropa de trabajo, colgada la noche anterior sobre un gancho de pared.
Días perfectos no cuenta una historia extraordinaria sino todo lo contrario. Hace un homenaje exquisito a la trayectoria ordinaria de un hombre que comprendió el arte de ir despacio. El jurado de Cannes que, en su última edición entregó el premio a mejor actor a Koji Yakusho por su desempeño en el rol de Hirayama, sentenció que este filme era “gracia pura”. Los que saben aseguran que el filme ganará mañana, en la premiación de los Oscar, como mejor película extranjera.
Algo dice de la época que un elogio a lo ordinario, a la lentitud y a la moderación despierte tanto entusiasmo. Recién escuché a Peng You, un maestro chinootros
Los que saben aseguran que ganará en la premiación de los Oscar como mejor película extranjera
canadiense de artes marciales, decir que frente a la velocidad de un golpe de karate siempre existe la posibilidad de un movimiento suave y preciso de taichi.
Días perfectos se inscribe en esta tradición de los opuestos orientales. Es un acto de resistencia frente a la existencia enloquecida que aparta nuestra atención de la maravilla del kamorebi y del resto de las sorpresas fascinantes que tocan a nuestra puerta sin que seamos capaces, acaso, de atender su llamado.
Hirayama no es un hombre digital, sino análogo. No lo deslumbra la ostentación, la novedad, o el dinero. Es frugal y no excesivo. Antítesis del tener, libre de ser, sencillo en sus ambiciones, generoso por sus gestos, resuelto como solo puede serlo quien se conoce bien.
Las alas del deseo fue la primera película que vi de Wim Wenders. Luego siguió Tan lejos tan cerca. En ambas me conmovió la fascinación de este cineasta con lo humano y sobre todo con las palabras que vertidas en el momento preciso –en una oreja atenta– pueden alterar realidades.
Algo similar vuelve a ocurrir ahora con Días perfectos. A pesar de que no es un libro de poesía esas imágenes son un homenaje a la palabra poética. El culto que Hirayama rinde a los libros y la literatura, también lo dedica a la singularidad de su mirada, la cual sería imposible de apreciar si en vez de la palabra, nacieran de su boca borbotones de palabras.
Esta es otra parábola que no pasa desapercibida en este filme. Al principio Wenders nos hace creer que Hirayama podría ser un hombre mudo. Sin embargo, conforme vamos siendo testigos de su intercambio con seres humanos el personaje administra con parsimonia y escasez las sílabas que salen de su garganta.
El motivo tarda en volverse evidente. El significado de lo que decimos, para que cobre la gravedad que merece, debe expresarse con frases cortas y palabras cargadas de convicción.
Es bien conocida la relación de amistad que durante más de medio siglo han alimentado Wenders, el cineasta, y Peter Handke (premio nobel de literatura 2019). A diferencia de Las alas del deseo, en Días perfectos Handke no tuvo nada que ver. Y, sin embargo, cuando Hirayama comparte la fuerza de su entendimiento, lo hace con frases que pudieron haber sido escritas por Handke. Las mejores conversaciones las tiene este personaje con su sobrina y con el ex marido de la mujer que él desea.
Otra poderosa metáfora de este filme es aquella donde esos hombres se preguntan si dos sombras sobrepuestas pueden ser más oscuras que una sola. Esa interrogante, tan de juego infantil, es el anverso del fenómeno kamorebi. ¿Será que dos luces potentes, cuando atraviesan los objetos donde se expresa la vida, son más luminosas que una sola?
Para Hirayama no hay necesidad de averiguarlo, pero claramente, así como disfruta el silencio y la soledad, igual lo hace con la maravilla que también se produce cuando la palabra y la compañía estrechan los lazos de lo humano. Somos las hojas a través de las cuales el otro proyecta su luminosidad, al tiempo que somos luz que necesita de los otros para poder existir.
Días perfectos es un canto dedicado a las manifestaciones efímeras de la belleza. También a la consciencia que necesitamos los seres humanos para no perdernos de ese formidable portento. Además del talento de Wenders y su elenco, por ser una parábola
_ que exhibe las dolencias de la época, es que el filme ha despertado tanta fascinación. Los premios Oscar no pueden dejar pasar este año sin celebrar el logro de esta obra de arte.