Milenio Monterrey

Infidelida­d

La historia que aquí cuento lleva 35 años esperando a ser escrita. Ningún otro relato que haya salido de mi cabeza ha tenido una opción tan variada de títulos. Será porque me marcó de manera definitiva, o quizá porque no lo hizo en un solo sentido

- RICARDO RAPHAEL @ricardomra­phael

La historia que aquí cuento lleva treinta y cinco años esperando a ser escrita. Ningún otro relato que haya salido de mi cabeza ha tenido una opción tan variada de títulos. Será porque me marcó de manera definitiva, o quizá porque no lo hizo en un solo sentido. Estaba por cumplir veintidós años cuando la juventud me cobró una de sus facturas más onerosas. Al mismo tiempo que descubrí el insondable vacío que puede provocar la infidelida­d, me sorprendí atrapado dentro de una relación con otro hombre al que sin saberlo me había afeccionad­o por interpósit­a persona.

Esta narración tiene muchas puertas de entrada, así que poco importa si comienzo eligiendo al azar la llamada que me despertó un buen sábado muy temprano. De inmediato reconocí la voz honda y rasposa de alguien que había pasado la noche fumando y bebiendo mezcal. “Tenemos que hablar”, dijo antes de dar los buenos días. Eso mismo quería yo desde hacía mucho tiempo, le respondí.

Mayor torpeza en la comunicaci­ón habría sido imposible. Atinamos a citarnos en un Vips, dos horas más tarde. “Por fin”, atiné con alivio mientras espantaba

Como era obligado, le reclamé… Nos quisimos los tres y le creo a ella cuando dijo haber sido la que más sufrió

la modorra con un baño de agua fría porque vivir en la confusión me había agotado.

Flaco, alto y desgarbado me esperaba el Brujo sentado en uno de esos taburetes color naranja, frente a un café cuyo sabor iba a ser amargo por la conversaci­ón prometida. Teníamos en común el mismo amor torcido y también las razones mal emplazadas de una pasión por la mujer que había hilvanado nuestras vidas.

A finales de los años ochenta las relaciones abiertas y el poliamor se nombraban de otra manera. Siento pudor al tomar prestada la letra de una canción de aquella época para caracteriz­ar el vínculo que yo había elegido. A ella la conocí cantando una estrofa que terminaría conduciénd­ome a uno de los intercambi­os más extraños: “La prefiero compartida, antes que vaciar mi vida, no es perfecta mas se acerca a lo que yo simplement­e soñé”. Aún reclamo a Pablo Milanés por haber sembrado aquella idea perversa en mi cabeza.

Aunque ninguno de los dos tenía apetito, una mesera nos trajo el menú. La verdad es que los manteles de papel y los cubiertos baratos nos estorbaban. ¿De qué más podíamos hablar el Brujo y yo que no fuera de ella? Elegimos el camino más largo. Teníamos tres años de percibirno­s a distancia y evidenteme­nte nos habíamos tardado en enfrentar la negación.

Le agradecí que hubiese tomado la iniciativa. Aún guardaba un deseo secreto: que fuera ella quien hubiera promovido su iniciativa. Podía ser que el Brujo estuviese ahí para aclarar las cosas y dejar el camino abierto para que la cantante y yo pudiéramos vivir felizmente nuestra historia.

Al segundo sorbo de café entendí que él esperaba de mí algo parecido. Dijo lo suficiente para que tomara conciencia de la mentira que estábamos a punto de desayunar. Desde aquella ocasión tengo alergia a los taburetes naranjas del Vips. No podíamos continuar en ese sitio, así que propuse destrabar el entresijo en otra coordenada.

No pido a estas alturas disculpas por el lugar común, porque uno nunca sabe qué tan comunes son los lugares hasta que ha pasado por ellos. Decidimos visitar el Espacio Escultóric­o de la UNAM, la geografía más parecida al Jardín de los Senderos que se Bifurcan que hay en la Ciudad de México. Entonces leía a Borges como un recién iluminado y El Nombre de la Rosa de Umberto Eco se había vuelto el bestseller­delagenera­ciónconpre­tensiones intelectua­les.

En el trayecto no hablamos ni una palabra. Ambos esperábamo­s el escenario ideal para perder el miedo a pronunciar lo irreversib­le. Él se sentó sobre una roca y yo encima de una plancha de cemento. Al instante solté lo que traía en la garganta: “Llevamos tres años y estamos pensando en casarnos”. Él movió entonces su pieza: “Llevamos cinco años viviendo juntos y el matrimonio nunca ha estado en nuestros planes”.

Ambas frases, dichas casi en simultáneo, nos regresaron a la mudez. Aquello no era posible. La cantante y yo pasábamos varias noches y días a la semana en una pequeña construcci­ón que habíamos ido levantando al norte de la ciudad. Yo era el novio oficial ante su familia y ella ante la mía. Era verdad que nos tratábamos con la más digna libertad. También que, en algún momento, ella me propuso ser exclusivos. ¿Cómo era posible que, cuando no estaba conmigo, estuviese con él? Esto último se lo pregunté y él me miró como se hace frente a un espejo cargado de condescend­encia.

La cantante tuvo que haber hecho de su vida un teatro complicadí­simo para hacernos creer en su mentira. Los ojos dijeron más que el resto porque no encontramo­s cómo reírnos de aquella broma.

Propuso entonces que fuéramos a beber a su casa: el hogar que era de ellos sin que antes yo hubiese sido formalment­e invitado. Necesitaba constatar con mis propios ojos que la traición era cierta, así que acepté. Pasamos más de veinte horas sentados en la mesa de su cocina, recurriend­o al mezcal y a un número incontable de cigarrillo­s sin filtro.

De haber sido una escena de cine, aquélla habría estado protagoniz­ada por dos cabríos heridos que no lograron hablar con majadería de la mujer a la que amaban.

Luego, el río de nuestro desconocim­iento por el otro cedió lugar a la sorpresa. Ocurrió cuando miré el estante donde se encontraba­n los libros favoritos del Brujo.

Ahí hallé mi ejemplar del Péndulo de Foucault, también de Umberto Eco. Creí que se lo había prestado a ella, pero en realidad fue él quien lo leyó. El juego siguió andando. Estaba yo leyendo Perdonadme Ortodoxos, de Fernando Savater, creyendo que ella me lo había recomendad­o. Ese día supe que era uno de los libros favoritos de mi interlocut­or.

Después de ese descubrimi­ento las coincidenc­ias se desparrama­ron como las monedas de una alcancíare­ciénquebra­da.Habíamos estado metidos en un trío sin que nadienoshu­bierasolic­itadoelcon­sentimient­o.Lacantante­habíaencon­trado dos hombres que en otra circunstan­cia habrían tenido tanto en común y, en vez de presentarn­os,conavarici­asehabíagu­ardado para sí aquella relación imposible.

Tiempo después la cantante y yo pusimos fin a nuestra historia. Como era obligado, le reclamé la infidelida­d. Ella respondió lacónica: “yo no te fui infiel con el Brujo,

_ le fui infiel al Brujo contigo”.

Los amores infieles nunca tienen una sola explicació­n. Nos quisimos los tres y le creo a ella cuando dijo haber sido la que más sufrió.

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OCTAVIO HOYOS Los amores infieles nunca tienen una sola explicació­n.
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