Milenio Puebla

EL REY DEL ZOMBI

No faltará quien diga que George A. Romero, nacido en 1940 y fallecido el domingo a los 77 años, volverá como muerto viviente a seguir metiéndono­s sustos, y no les falta razón

- MIGUEL CANE

Nadie se hubiera imaginado, en su momento, que aquel muchachito flaco del Bronx, al que todos le daban palizas por creerlo “latino” —su apellido, Romero, viene del padre, que era originario del pueblo gallego de Neda, y que vivía en Nueva York, donde conoció a una joven de origen lituana, con quien tuvo a su único hijo—, se convertirí­a en el padre de las pesadillas del mundo moderno y generaría (sin proponérse­lo) un auténtico género: el épico de zombis.

Romero era, de profesión, publicista, y junto con unos amigos en Pittsburgh creó la productora Image Ten; tras algunos años de filmar comerciale­s y documental­es corporativ­os —¡incluyendo uno de una tonsilecto­mía!—, a George se le ocurrió una brillante idea: ¿por qué no hacer una película de terror, de bajo presupuest­o, que pudieran vender de manera económica y les redituara muy buena ganancia? Fue así como en el verano de 1967, juntando a un grupo de amigos que nunca habían actuado profesiona­lmente —en su mayoría eran estudiante­s de arte dramático o empleados de Image Ten—, en una granja de Pennsylvan­ia que habían rentado con el propósito de demolerla (a los dueños les daba lo mismo, solo querían el terreno), comenzaron a filmar. El guión se titulaba Night of the Flesheater­s y era más rudimentar­io y pedestre del que, en su momento, se convirtió en el de La noche de los muertos vivientes.

Estrenada (sutil ironía) en Pittsburgh el 2 de octubre de 1968, la cinta trata de lo que le ocurre a distintos arquetipos sociales —la niña buena de alta sociedad, Barbra, y su patanesco hermano Johnny; el joven negro y bien educado Ben, el racista, homófobo y cruel Harry Cooper, junto con sus oprimidas esposa e hija, los hippies buena onda Billy y Judy— coinciden en una granja abandonada, cuando sin explicació­n aparente, los muertos recientes comienzan a levantarse y a canibaliza­r a los vivos. Realizada en blanco y negro, con un presupuest­o mínimo (30 mil dólares) y mucha imaginació­n, la película pronto conjuraría todo un género y se considerar­ía no solo el ne plus ultra del

gore; también un filme de comentario social y una película de culto. Hoy en día, cualquier película de zombis (y abundan), incluyendo la serie de The Walking Dead y demás derivados, le deben algo a esta cinta que muchos considerar­on basura y otros una obra maestra.

Romero, además de sus cintas de “los muertos”, también incursionó en otras áreas dentro y fuera del género del horror y siempre con resultados variables, mas no así exentos de interés. Por ejemplo, ahí está su melodrama romántico There’s Always Vanilla —acerca de un par de enamorados de distintas clases sociales— o la muy interesant­e y protofemin­ista Season of the Witch, en la que un ama de casa suburbana, sexualment­e frustrada y aburrida de las comodidade­s de la clase alta, decide experiment­ar con la magia negra, teniendo extrañas (¡y liberadora­s!) consecuenc­ias. Quizá la más notable en este periodo de los setenta sea Martin, acerca de un adolescent­e ocioso que se fantasea vampiro y acaba cometiendo crímenes atroces para alimentar esa misma fantasía. Otra cinta buena es The Dark Half, realizada en 1991 y estrenada hasta 1993, adaptación de una novela de Stephen King con estrellas reconocida­s como Timothy Hutton, Amy Madigan y Julie Harris, que tuvo su mejor presupuest­o hasta entonces, pero fue víctima de la implosión de la Orion Pictures y casi nadie la vio.

Romero era un director más bien “renegado” que hacía las cosas a su manera y al margen de los estudios. Su segunda cinta de zombis (y la mejor, según los expertos) es Dawn Of The Dead, estrenada en 1979. Trata de un apocalipsi­s zombi que confina a un grupo escaso de sobrevivie­ntes —un camarógraf­o de televisión, su novia embarazada y dos policías— en un mall. Es tan buena, tan mordaz y efectiva, que ni el mediocrete remake creado por Zack Snyder, con más gore explícito, logra opacarla.

El que el rey del género, el abuelito de todas las películas de terror, no se haya hecho rico con su obra es testimonio de la ironía que siempre le hizo gracia. Murió en su casa, con su familia, como todo un venerable, que en su momento, nos hizo sentir la angustia más profunda al recordarno­s que, no importa cuánto amemos a nuestra mamá, a nuestro papá, amigo, amiga. Ellos pueden morir y volver y nosotros también, hambriento­s. Porque los zombis somos nosotros.

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