Permitir que membretes, consignas partidistas o intereses oscuros desvirtúen este esfuerzo colectivo sería lo peor que podría sucedernos
uego de tanta energía solidaria volcada en torno de los sismos que ha sufrido el país, resultaba previsible la reacción culpígena de los dirigentes partidistas. Sin saber cómo impedir quedarse a la zaga de los acontecimientos y temerosos de que el profundo desprecio social que han provocado sus excesos, complicidades y corruptelas se viera exacerbado, no vieron mejor alternativa que iniciar una puja, por demás farsesca, para prometer recursos a los damnificados.
Una vez más su demagógica especialidad (quedar bien con el sombrero ajeno de los dineros públicos) ganó diversos titulares, pero no pudo evitar quedar evidenciada por el INE, instancia que les recordó la ilegalidad e imposibilidad de sus ofrecimientos.
No abundaré aquí en la desafortunada cuanto indeseable idea de abrir las campañas electorales al financiamiento privado, algo que en la situación que vive México —como ya han apuntado muchos otros— podría acarrear consecuencias funestas, entre las cuales no es descartable la compra directa de decentísimos candidatos por parte de ese actor que de por sí ya juega electoralmente: el crimen organizado.
Sin embargo, no deja de ser grotesco que los discursos y ofertas partidistas frente a la desgracia sean inversamente proporcionales a la imposibilidad (que ellos conocen) de que se hagan realidad. Y esa es la parte más sórdida de todo esto. ¿No les bastaría a nuestros patrióticos dirigentes partidistas y sus huestes parlamentarias donar en lo individual (no como organismos políticos) un porcentaje de su sueldo o, por ejemplo, su aguinaldo completo, a alguna de las cuentas bancarias para los damnificados? ¿No querrían hacer eso en forma expedita por sus “queridos” compatriotas en desgracia? No, claro que no; eso sería demasiado directo, rápido, pero sobre todo discreto como para alcanzar los réditos políticos que ellos esperan. Prefieren pavonearse con propuestas oropelescas que saben perfectamente no podrían llevarse a cabo.
Ahora bien, con todo y lo inviable que es desde el punto de vista constitucional, sería un error suponer que los partidos políticos tuvieron estas generosas iniciativas de motu
proprio; en realidad intentaron responder a una serie de reclamos y planteamientos surgidos en diversas organizaciones ciudadanas (que lo son, sin duda, aunque difícilmente sabemos quiénes y cuántos ciudadanos las constituyen, y mucho menos qué representatividad real tienen).
Fue desde estas filas de incansables activistas de las redes sociales de donde surgió el clamor de que el gasto electoral tenía que reducirse. Y fue en ellas también donde, al calor de la enorme participación, surgieron muchas otras pujas, no menos estridentes, para ver “quién da más” por ver materializadas diversas propuesta con aspecto “ciudadano” y al margen del orden democrático que deficiente y penosamente hemos construido —pero que, les recuerdo, es el único que tenemos.
La primera gran apuesta de algunas de estas organizaciones ha sido presentar la espontánea acción ciudadana frente al desastre como algo que está muy por encima de la acción de las instituciones.
Todos hemos celebrado en estos días la enorme y decidida participación solidaria de miles de mexicanos, sobre todo los jóvenes, para socorrer y apoyar a las víctimas de los terremotos. En estas páginas yo mismo, la semana pasada, comenté las conmovedoras imágenes de los muchachos realizando su mejor esfuerzo por ayudar removiendo escombros, llevando agua, víveres y medicinas a las zonas afectadas; y el mismo respaldo de otra parte de la sociedad a estos jóvenes ejemplares al darles alimento, techo y toda clase de apoyos que no por “pequeños” dejaron de ser fundamentales para que ellos continuaran en su extraordinaria labor.
Sin embargo, lo más relevante para mí es que todos estos ciudadanos que acudieron desde la primera hora de la tragedia a prestar su auxilio de un modo u otro, actuaron con enorme entrega y disciplina, sin protagonismos, dando su lugar a los rescatistas profesionales, trabajando codo con codo con los soldados y marinos, compartiendo con ellos y muchos otros (bomberos, policías, paramédicos, trabajadores de la construcción, etc.) herramientas, turnos, sacrificios y esperanzas. Pero no han faltado los que quieren aprovechar esta movilización solidaria para intentar politizarla o dotarla de un sentido que, simple y llanamente, no tiene, porque nació de eso que nos distingue como seres humanos: el poder tender un brazo a nuestro prójimo ante el desastre.
Así, sin que haya un mismo hilo conductor (descuiden, no pienso en conspiraciones) tenemos a los que han querido llevar agua a su molino “ciudadano”, y quienes simplemente, como tontos útiles, se han dedicado a envenenar (especialmente en las redes sociales) la iniciativa ciudadana inoculándole dudas y sospechas sobre el destino o manejo de la ayuda reunida.
Quizá el extremo de esto lo hemos visto en el centro de acopio del Estadio Olímpico Universitario, donde un grupo (que no puedo tildar sino de porros, en el mejor de los casos) se hizo momentáneamente del control arguyendo que la UNAM estaba canalizando la ayuda “con poca transparencia”. Sin comentarios.
La experiencia de la solidaridad siempre es rica y, por supuesto, habrá de generar muchas cosas buenas. Pero dada la magnitud de la tragedia, es preciso que por el momento se concentre en la reconstrucción y en poder seguir sumando todos los esfuerzos para ayudar a los mexicanos en desgracia. Permitir que membretes “ciudadanos”, consignas partidistas o intereses oscuros desvirtúen este esfuerzo colectivo frente a la calamidad sería lo peor que podría sucedernos.