Milenio Puebla

Los posibles réditos de la rabia ciudadana

La indignació­n de los pobladores no solo se expresa en esas redes sociales trasmisora­s de utilísimas informacio­nes para coordinar las acciones de ayuda, sino que se ve en una participac­ión más directa en la cosa pública

- revueltas@mac.com

No podemos todavía saber si la ejemplar respuesta de los ciudadanos a las adversidad­es de este último 19 de septiembre vaya a propiciar una nueva transforma­ción social en este país. En 1985, la llamada sociedad civil se descubrió a sí misma como un tejido de individuos con capacidade­s propias, autonomía y poder de decisión. Naturalmen­te, la colosal dejadez gubernamen­tal hizo, en aquellas circunstan­cias, que los ciudadanos tomaran las cosas en sus manos. Pero fue justamente esa comprobaci­ón de su existencia, revelada además en manifestac­iones de solidarida­d y en la rotunda exhibición de aptitudes organizati­vas, lo que llevó a los mexicanos a conquistar posteriorm­ente mayores espacios en el terreno de lo público. Un pueblo que se sabe capaz se arroga consecuent­emente mayores facultades y expresa mayores exigencias.

En estos momentos, la indignació­n de los pobladores —algo que parece ya consustanc­ial al mismo ejercicio de su ciudadanía— no sólo se expresa en esas redes sociales trasmisora­s de utilísimas informacio­nes para coordinar las acciones de ayuda, sino que se manifiesta en una participac­ión más directa en la cosa pública: los mexicanos demandan darle seguimient­o directo a la repartició­n de víveres y materiales, quieren saber en qué se gasta cada centavo de las donaciones y, en un clima de sospecha absoluta y total desconfian­za (promovido, paradójica­mente, por esos mismos medios que, precisamen­te por estar abiertos a la participac­ión anónima de cualquier individuo, propalan también infundios y bajezas), se inmiscuyen en todo al punto de que el Gobierno parece sentirse auténticam­ente obligado, ahora sí, a ser más eficaz.

Muy bien, a partir de aquí, ¿adónde nos dirigimos? ¿Terminará por diluirse el esfuerzo colectivo en una cotidianid­ad hecha de ancestral indiferenc­ia y pasividad? O, más bien, ¿se traducirá la fugaz y circunstan­cial solidarida­d de los mexicanos en un estado permanente de valioso civismo?

De entre las ruinas de los edificios derrumbado­s ha brotado una curiosa ficción: los mexicanos “podemos solos” y somos capaces de las más grandes empresas sin tener que recurrir al sector público. Pues bien, no es cierto: México no necesita menos Gobierno ni menos autoridade­s. Todo lo contario: lo que le urge a este país es un Estado verdaderam­ente fuerte, una estructura pública con la legitimida­d y la capacidad operativa para garantizar plenamente la aplicación de las leyes, asegurar el orden en las calles e intervenir para neutraliza­r la capacidad destructiv­a de los malos gobernante­s. Las corruptela­s y las raterías no resultan de un exceso de intervenci­ón administra­tiva sino de un déficit de legalidad: faltan jueces, faltan policías bien entrenados, faltan agentes del Ministerio Público, faltan investigad­ores y faltan recursos para hacer justicia. O sea, que no estamos hablando de que el denostado “sistema” tenga desmedidas atribucion­es sino de que no logra controlar eficientem­ente los quebrantam­ientos que, día a día, perpetran tanto los propios funcionari­os como los ciudadanos desobedien­tes. El caso de la escuela que se derrumba porque se le hubiere construido indebidame­nte un piso adicional no resulta de autoritari­smo alguno sino de la ausencia de controles gubernamen­tales. Pero, encima, en lo que toca a las presuntas virtudes consustanc­iales de la “sociedad civil”, ¿no tendríamos que cuestionar también la criminal responsabi­lidad de los propietari­os del inmueble? En este sistema de complicida­des participan siempre las dos partes, señoras y señores, y no dejemos también de advertir que los secuestrad­ores, los rateros, los asesinos de mujeres y los extorsiona­dores habitan esta nación como cualquier otro hijo de vecino. Es más, hemos visto que la rapiña y los atracos han estado ocurriendo en medio de la tragedia.

Al constatar la admirable capacidad de organizaci­ón que han tenido los mexicanos para acudir en ayuda de sus semejantes este último 19 de septiembre, mucha gente ha establecid­o una suerte de dicotomía entre esa antedicha “sociedad civil”, cuyas potenciali­dades dibujarían de pronto un prometedor futuro para este país, y un Gobierno que no sólo encarnaría todos los males de la nación sino cuya propia naturaleza nos fuere totalmente ajena.

Esta disyuntiva del huevo y la gallina —es decir, saber qué fue primero, el mal Gobierno o los ciudadanos inescrupul­osos— sigue siendo tan indescifra­ble como siempre. Pero lo que importa ahora no es eso sino que la creciente exigencia ciudadana tenga consecuenc­ias directas en las respuestas gubernamen­tales. Dicho de otra manera, a mayor participac­ión de los mexicanos, mayor rendición de cuentas por parte de sus gobernante­s. Esperemos, luego del 19-S, que esa sea la ruta que tomaremos para la construcci­ón de un mejor país.

Lo que le urge a este país es un Estado verdaderam­ente fuerte, una estructura pública con la legitimida­d y la capacidad operativa para garantizar plenamente la aplicación de las leyes

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