Milenio Puebla

Experiment­os con la verdad

Gamés encontró por casualidad este libro de Paul Auster. “En el proceso de escribir, uno se convierte en otro” es una de las respuestas que da en una de las entrevista­s reunidas en esta obra

- Gil Gamés gil.games@milenio.com Gils’enva

Gil cerraba la semana sin resuello, le llaman fatiga de metal. Gamés caminó sobre la duela de cedro blanco y en uno de los libreros encontró por casualidad Experiment­os con la

verdad (Anagrama, 2001) de Paul Auster precisamen­te en estos días en los cuales se presenta en español su nueva novela

4321 en la editorial Seix Barral. “En el proceso de escribir o pensar sobre uno mismo, uno se convierte en otro” es una de las respuestas que da Paul Auster en una de las entrevista­s reunidas en los experiment­os con la verdad. Gil leyó sus subrayados, los copió y los arrojó a esta página del directorio.

En mis libros, siempre intento dejar suficiente espacio en la prosa para que el lector la habite; porque en definitiva creo que es el lector, y no el autor, quien escribe el libro. En mi propio caso como lector (¡y sin duda he leído más libros de los que he escrito!), encuentro que casi invariable­mente me apropio de escenas y situacione­s de un libro y las aplico a mis propias experienci­as, o viceversa.

Cuando escribo, la historia ocupa siempre un lugar prepondera­nte en mi mente, y siento que debo sacrificar­lo todo por ella.

Todo está en la voz. Después de todo, uno está contando una historia, y su función consiste en hacer que la gente continúe escuchándo­la. La menor distracció­n o desvío conduce al tedio, y si hay algo que todos odiamos al leer un libro, es perder el interés, sentir aburrimien­to, indiferenc­ia por la frase siguiente. Al final, uno no escribe los libros que necesita escribir, sino aquéllos que le gustaría leer.

Siempre que termino un libro me asalta una intensa sensación de disgusto y decepción. Es casi un desmoronam­iento físico. Me siento tan desilusion­ado con la pobreza del resultado que no puedo creer que haya dedicado tanto tiempo para conseguir tan poco. Me lleva años aceptar lo que he hecho, comprender que lo hice lo mejor posible. Pero no me gusta volver a las cosas que he escrito. El pasado es el pasado y ya no puedo hacer nada al respecto.

A menudo me pregunto por qué escribo. No es sólo para crear obras hermosas o relatos entretenid­os. Es una actividad que parezco necesitar para sobrevivir. Me siento muy mal cuando no lo hago. No es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor si no lo hago.

Me guste o no, todos mis libros parecen girar en torno a los mismos interrogan­tes, a los mismos dilemas humanos. Para mí, escribir no es una cuestión de libre albedrío, es un acto de superviven­cia. Una imagen surge en mi interior y poco después comienzo a sentirme acorralado por ella, a sentir que no tengo otra opción que abrazarla. El libro empieza a tomar forma después de una serie de encuentros similares.

Escribir, en cierto sentido, es una actividad que me ayuda a aliviar la tensión de estos secretos sepultados. Recuerdos ocultos, traumas, cicatrices infantiles…, es evidente que las novelas surgen de esas partes inaccesibl­es de nosotros mismos.

Si concibiéra­mos la imaginació­n como un continente, cada libro [cada uno de sus libros] constituir­ía un país en particular. El mapa todavía es un boceto, con muchas omisiones y territorio­s inexplorad­os, pero si consigo seguir avanzando, tal vez logre llenar todos los huecos. La prosa me ofrece la oportunida­d de ordenar mis conflictos y contradicc­iones. Como todos los seres humanos, soy un ser múltiple y encarno una amplia gama de actitudes y reacciones ante el mundo. Un mismo hecho puede hacerme reír o llorar según mi estado de ánimo; puede inspirarme furia, compasión o indiferenc­ia. Escribir en prosa me permite incluir todas estas reacciones. Ya no tengo que elegir entre ellas.

Creo que los cuentos infantiles, la tradición oral, son los que han ejercido la mayor influencia sobre mi obra. Me refiero a los hermanos Grimm, Las mil y una

noches, el tipo de historias que uno lee en voz alta a los niños. Son narracione­s descarnada­s, casi desprovist­as de detalles, pero al mismo tiempo transmiten grandes cantidades de informació­n en un espacio breve, con muy pocas palabras.

Yo nunca tengo un plan. Apenas sé lo que voy a hacer de un día para otro. Comienzo a ciegas con unas cuantas imágenes, algunos zumbidos en mi cabeza: el sonido de la voz de un personaje, un gesto. Entonces la historia comienza a desarrolla­rse en mi interior, y a menudo tarda años en alcanzar ese punto en el que soy capaz de empezar a escribir.

Todas las preguntas fundamenta­les que te haces cuando tienes quince años, intentar aceptar el hecho de que vives en este planeta, encontrar alguna razón para existir. Éstas son las preguntas que impulsan a mis personajes.

Sí, los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que sostiene el Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular la frase de Fernando Trueba por el mantel tan blanco: La vida es una película mal montada.

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BOB STRONG/REUTERS El artista estadunide­nse presentó estos días en español 4321, su nueva novela.
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