BLADERUNNER 2049 (spoiler alert!)
En una antigua canción infantil de los inolvidables Hermanos Rincón se concentran todas las tesis de BladeRunner2049, obra exhaustiva que repta en el legado de su antecesora en busca de un mendrugo de su categoría de película fetiche y trascendencia generacional: “El niño robot le dijo a la abuela que le diera cuerda para ir a la escuela”.
Un cíborg que replica a los humanos y que a lo sumo alcanza un frío número de serie, pero no un nombre verdadero, es ahora el encargado de un oficio que ya ni los hombres quieren hacer: retirar a aquellos robots que manipulan las reglas para escapar a su destino, como esclavos de las colonias terrícolas en el infinito y más allá.
Un Bladerunner que sigue la tradición de Philip K. Dick a su último nivel, practicante al borde de ser el mesías de un imperialismo robótico que devora las máximas de Asimov y acaricia la revolución de las máquinas trgamonedas.
Rick Dekcard vive, BladeRunner sigue, en la orilla del mundo que muere cubierto de olvido y polvo en las entrañas descastadas y sórdidas de Las Vegas, a la manera de un guiño pop que se niega a morir en ese futuro hightech donde, bajo los chaparrones de lluvia ácida, se ampara el hiperrealismo mágico multimedia puesto al servicio de la mercadotecnia más inaudita. Rick Deckard ya no ejerce de sicario de los forajidos robóticos que osan vivir más allá de los términos impuestos de su caducidad, pero se aferra a los recuerdos de Rachel, su amante de carne metálica y prodigios que replican lo humano hasta creerse el eslogan- cliché con el que la Corporación Tyrrel los ha forjado con ánimos industriales para una esclavitud robótica: “Más humano que lo humano”.
BladeRunner2049 se abisma en los paralelismos y rastrea los vestigios como un replicante que anhela las glorias de su modelo y antecesora, pero olvida (no se sabe si de manera deliberada) la provocadora presunción de que Rick Deckard, cazador de autómatas rebeldes, en realidad no era humano, a pesar de sus detritos y sofisticaciones. Por alguna extraña razón, el director Villeneuve, quizá alentado por el propio Ridley Scott, harto de un debate nada austero que consumió durante décadas megas y megapixeles de teorías aventuradas y conspiratorias sobre algo que a primera vista es fútil y hasta frívolo (la probable naturaleza de Deckard, ese Sam Spade de un futuro por todos tan temido), pero en el que al final un día él mismo participo con una pista definitiva: desde el fondo de su húmedo y sofocante pozo de perversión con el que fuera equipado al nacer, declaró que el detective Rick Deckard, el héroe-antihéroe de su venerada películaBlade Runner, es un replicante, ¡un robot! Luego de una larga conferencia realizada a través de internet, arrojó tal afirmación con la misma soltura con la que John Hurt en Alien,elOctavopasajero (otro clásico de Scott, de 1979) soltó aquella bestezuela siniestra y babeante desde la boca de su estómago nada más para darle la bienvenida a su terrorífico mundo a los tripulantes del Nostromo.
Pensar en Rick Deckard como replicante (él más experimentado de los Bladerunners, esa raza de cazarobots en la accidentada, lluviosa, decadente y artificial geografía de Los Ángeles en el 2019), era hasta este momento un juego de aventuras argumentales, un pasatiempo de mentes retorcidas. Quien haya visto y dejado subyugar por la consistencia conceptual de este filme fundamental, basa buena parte de sus reflexiones (esa estampida de ideas que fluyen en cada escena, en cada diálogo) alrededor de la certeza de que el protagonista es un hombre, una suerte de Philip Marlowe de Los Supersónicos, cuyo oficio es detectar, atrapar y retirar entidades cibernéticas ambiciosas y aspiracionales. Robots que al desarrollar demasiado apego por su aspecto y tentaciones humanas, hubieran decidido explorar y defender su urgencia por dejar de ser un remedo maquinario, una metáfora inconclusa en donde el armatoste se limita a advertir : “! Peligro, Will Robinson, peligro!”. Es decir, hablamos (o al menos solíamos hacerlo) de un hombre enfrentado a meros replicantes, copias fieles, tecnológicamente irreprochables pero artificiales, que a fin de cuentas tenían los mismos sueños guajiros de Frankenstein de emular a su creador. En eso se centra la historia: en quiénes son humanos y quiénes no lo son a pesar de sus empeños en serlo; y en la defensa a ultranza de esa diferencia.
Pero el amor ciborg cuando llega así de esa manera, las interfaces no se dan ni cuenta. Cuando uno creía que la relación entre Rick Deckard y Rachel (la máxima creación del maniático Tyrrel) era el cumplimiento del triunfo del plástico fino, en Blade Runner2049 hay otros escalones hacia el hedonismo plástico.
Uno soñaba que era rey, como Roy Blatty, aferrado a la memoria ajena que le habían inoculado y a los recuerdos propios que no quería que se perdieran como una lágrima en la lluvia; otros, como el oficial K, interpretado por Ryan Goslin (iba a escribir encarnado, pero se trata de una sofisticada pieza robótica que después de cada misión es sometida a cuidadoso escrutinio para que no se le tuerzan los instintos hacia lo humano) ya no sueñan con ovejas eléctricas porque éstas se han convertido en una especie de Siris llamadas Joi en tercera dimensión, que buscan desesperadamente no evocaciones oníricas sino la auténtica memoria del tacto. Si los autómatas arcaicos se conforman con replicar lo cotidiano y añorar una vida cualquiera, K y Joi buscan ser los nuevos prometeos desencadenados que labran una vida sexual por interpósita persona: una prostituta que sirve de recipiente para que Joi la posea y a su vez pueda poseer a K.
Primero fue un humano enamorado de un hermosa replicante que le correspondía como su amante bandida; luego, un replicante seducido por una inquietante y bella proyección tridimensional cuya párvula boca lo enseñó a besar; y como si no con eso no bastara para alimentar una fábula de lo que Roman Gubern llamaría “el eros electrónico”, aparece una criatura mítica, nacida de las entrañas de una robot y un hombre que nunca olió a leña de otro hogar.
Ellos, de un amasijo de megapixeles y tendones, terminan por construir un ser más humano que lo humano que se pretendía más humano que lo humano, hecho con los materiales de los recuerdos de un porvenir que se reinventa. El niñ@ robot le ha dicho a la abuela... Para alcanzar la gloria definitiva de BladeRunner, que se decanta en anzuelos para la feligresía de la obra madre, a BladeRunner2049 le falta una frase contundente a manera de mascarón de proa. Timetodie!