ermino de ver Privacidad, la obra que se presenta con enorme éxito en el Teatro de los Insurgentes, y me dice Diego Luna —se alterna en el protagónico con Luis Gerardo Méndez, ese otro brillante actor— que esta puesta en escena puede señalar el camino de lo que el teatro será en adelante. Le doy la razón. Es imperativo esquivar el pecado de spoiler, más en Privacidad que en ninguna obra, pero me atrevo a decir que el uso de la tecnología como elemento constitutivo y transformador del libreto y como herramienta de participación de los espectadores, ya no digamos como tema, llegó para quedarse. Apuntaría, sin embargo, que lo que será el teatro es también lo que siempre ha sido el teatro.
Privacidad, obra novedosísima que dialoga o incorpora a las redes sociales, el video y la música, es teatro del de toda la vida. Ese que exige el cuidado meticuloso de las actuaciones —extraordinarias— o el dominio del espacio escénico. Sobre todo, ese que tiene capacidad revulsiva y reflexiva.
En efecto, en la base de Privacidad, escrita por el británico James Graham, está Edward Snowden, ese polémico ex agente de la CIA y Seguridad Nacional que nos confirmó en la certeza de que la tecnología nos había hecho a todos, incluso quienes no nos abonamos al complotismo, no solo espiables sino espiados; de que no hay intimidad, no hay secreto, no hay ya propiamente ámbito de lo privado, al tiempo que una parte cada vez más grande de nuestras vidas transita en soledad. Sí, la obra de Graham es sobre internet, sobre la información que generamos y compartimos sobre nosotros sin saberlo siquiera y sobre el uso que le dan gobiernos, empresas, organismos de inteligencia. ¿Inquietante? Mucho. Sales con ganas de darle un pisotón a ese IPhone 8 reluciente que cargas en la chamarra, justo después de mentar madres contra Silicon Valley, la Patriot Act y la Ley de Seguridad Interior. Pero la obra es mucho más que eso. Privacidad, dominada por ese tono cáustico en el que tan virtuosamente se maneja el director Francisco Franco, es de una amable complejidad que le permite hablar también del desamor y el sexo, del acto de escribir, del teatro como arte y hasta de nuestra relación con los animales o el psicoanálisis, y es una obra que te lleva con naturalidad de la risa a la sensación triste que deja toda la literatura satírica, ese “¿De veras me debería estar riendo de esto?” que ofrece el teatro de siempre, el más novedoso o el que, como este, logra ser viejo y nuevo, siempre que sea buen teatro. Y Privacidad es muy buen teatro.