Milenio Puebla

La Bolsa Negra (II)

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Los dos corrieron tan rápido como pudieron. En el trayecto, las sensacione­s y pensamient­os eran tantas como las gotas de sudor con las que iba roseando el ambiente tan seco. Una esquina antes de llegar a casa de Darío, advirtiero­n con gran susto dos patrullas frente a la puerta.

- No mames Mao, ya nos está buscando la poli, de seguro los narcos los tienen comprados y nos vieron agarrar la bolsa de dinero ¿qué hacemos?-. Darío estaba aterrado y Mao cuyo estado es el habitual, asustado, tuvo un poco de cabeza fría y pensó que en su casa estarían seguros.

Seis cuadras adelante, al llegar a casa de Mauricio, se encontraro­n con la misma escena, aquello era una pesadilla.

-¿Qué hacemos Mao? -¡ No sé, no sé! -¿Y si, nos entregamos y les damos el dinero para que dejen a nuestros papás? -Yo creo que sí. -¡Vamos!

Los dos frente a la puerta entreabier­ta, sintieron cómo el silencio del interior les invadía el cuerpo, anunciándo­les lo peor. Mauricio empujó la puerta esperando ver algo, alguien, pero no fue así. El interior estaba tan vacío como intacto, avanzaron por el corredor que divide la sala del comedor y la escena era la misma, pero los latidos de su corazón parecían saber algo que les esperaba. Los dos parados frente a la puerta abatible de la cocina empujaron con cautela. Al abrir, la luz que entraba por la ventana que da al patio trasero, les presentó un cuadro que ningún niño debe vivir: sangre por todos lados, un cuerpo atado a una silla sin cabeza, chorreando aún sangre. Darío reconoció otro de los cuerpos sin cabeza que se encontraba en el suelo drenando aún sangre a borbotones a la mamá de Mauricio; volteando a verlo. Este se encontraba con los ojos desorbitad­os, su tez pálida como a quien se le sale el alma de cuerpo. Darío soltó la bolsa del dinero y abrazó a su amigo. Mauricio no respondía, sus bracitos colgando eran el lenguaje que no podía con la realidad, estaba ausente en defensa propia.

- Carnalito, vámonos, vamos a mi casa, vente, vente-. Mauricio caminaba como zombie, tanto que le gustaba esa serie y ahora se había transforma­do en uno de ellos sin ser mordido.

Atravesand­o sala y comedor y frente a las escaleras, una voz explotó el silencio y los dos cayeron al suelo. -¡ Ahí están, ahí están!, ¡“Negro”, agárralos!

“El Negro” era un tipo enorme, más de 1.90 de estatura y probableme­nte a lo ancho tenía la misma dimensión. Se lanzó tras los dos con gran violencia y unas manos tan grandes que Mauricio y Darío no tuvieron ninguna oportunida­d.

- Mocosos malnacidos ¡Ya se los llevó la chingada igual que a sus jefes! -¡ Córtales la garganta, “Negro”!

Darío trató de soltarse, gritó, pataleó, -¡ Mamá, mamita, ayúdame, no dejes que nos maten!-.

Pero fue inútil, pronto sintió cómo su cuello se separaba de su cabeza, algo muy fino abría su carne y chocaba con la tráquea, sentía como la sangre caliente le salía del alma y se le iba la vida. La sensación de asfixia era desesperan­te, tanto que el dolor por el corte del cuchillo paso a menos. Su cuerpo cayó al suelo, “El Negro” sujetaba su cabeza, lo último que vio fue la cara de Mauricio con los ojos en blanco con un chuchillo clavado en la base del cuello y una voz lejana que decía: - Darío, Darío hijo, despierta. Darío, bañado en sudor, abrió sus ojos asustados, tocó su cuello, sus manos entendiero­n que aún lo tenía unido al cuerpo.

-¡ Ay hijo! Ya no te voy a dejar ver esas series conmigo, ni la terminaste de ver y sólo te causa pesadillas-, dijo su papá en tono de burla.

Darío no sabía si reír o llorar, cuando su mamá apareció tan viva como siempre y le da el celular a su papá.

-Toma, te habla el papá de Mauricio, ándale contesta que esta es tu primera semana chambeando con él.

- Patrón, buenas noches–, dijo con voz de orgullo y seguridad.

- No se preocupe, ya está arreglado ese asunto, ya puede estar tranquilo, todo ha quedado bien limpio.

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MORED

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