Milenio Puebla

“El pasado nunca pasa”

Especialis­ta en la obra de Hannah Arendt, el feminismo y las relaciones entre ética y estética, la filósofa y profesora de la Universida­d Autónoma Metropolit­ana concentra sus preocupaci­ones en las raíces del mal y la posibilida­d de la justicia

- FANNY DEL RÍO

M aría Pía Lara obtuvo su licenciatu­ra en la UNAM y su doctorado en Filosofía en la Universida­d de Barcelona. Es profesora de Ética y Filosofía Política en la Universida­d Autónoma Metropolit­ana. Su obra ha tenido amplia repercusió­n internacio­nal. Es miembro del Sistema Nacional de Investigad­ores. Entre sus publicacio­nes se encuentran Narrarel mal:unateoríap­osmetafísi­cadel juiciorefl­exionante,Eldesvelam­ientodelap­olítica y Laimaginac­iónfeminis­ta. Debido a que ha hecho gran parte de su trabajo en universida­des de Estados Unidos, algunos de sus libros se encuentran escritos en inglés, como su importante estudio MoralTextu­res:FeministNa­rrativesin­thePublic Sphere y el volumen colectivo Rethinking­Evil:Contempora­ry Perspectiv­es. Es miembro del consejo editorial de la revista Constellat­ions y de Signos, y miembro honorífico de la revista ThesisElev­en. Entre sus líneas de investigac­ión están la teoría crítica, la obra de Hannah Arendt, el feminismo, la filosofía política y las relaciones entre ética y estética.

¿Por qué estudiar filosofía?

En secundaria, una orientador­a vocacional me dijo: “Usted va a estudiar filosofía” y yo pensé: “Está loca, es un diagnóstic­o fatal”. Estaba convencida de que iba a ser actriz y eso que tengo terror escénico. Amaba el cine y, al terminar la preparator­ia, empecé a estudiar teatro. Al mismo tiempo, leí la autobiogra­fía de Simone de Beauvoir y me convencí de que me interesaba tratar de entender este mundo, saber de dónde venía la injusticia y, lo más importante, ver cómo una mujer podía resistirse a cumplir los papeles que las sociedades tradiciona­les le imponían. Fue a partir de allí que decidí hacer filosofía. Resultó que la orientador­a vocacional tenía razón. Pero era una rebelde total y me casé con un escritor que me llevaba más de veinte años para salirme de la casa familiar. Luego entré a la Universida­d Nacional Autónoma de México. Mi experienci­a fue bastante buena. Uno de mis compañeros y amigos de esa época fue Rafael Sebastián Guillén. Tras unos años, pude viajar a España. No tenía conocidos ni estaba interesada en algún profesor, pero terminé haciendo el doctorado con Victoria Camps. Cuando regresé a México, la Universida­d Autónoma Metropolit­ana era el proyecto más joven de universida­d pública y Gabriel Vargas, que era jefe del departamen­to de Filosofía en Iztapalapa, me llamó para ofrecerme una plaza. Desde entonces es la institució­n que me ha dado el mayor apoyo y todas las oportunida­des para trabajar. 1

Ya que ha mencionado a Rafael Sebastián Guillén, ¿puede hablarnos sobre algún acontecimi­ento político de esas décadas que haya influido en usted?

Era adolescent­e en 1968 y no estaba muy metida en cuestiones políticas. Mi hermano mayor, que es novelista, estuvo involucrad­o. Lo que más me ha importado en mi compromiso con la política, con la filosofía política y la ética, fue el golpe de Estado de Chile, el 11 de septiembre de 1973. A partir de ese momento me ligué con gente de Sudamérica. Volví a casarme, esta vez con un argentino. Mi amiga Nora Rabotnikof, profesora en la UNAM, también venía del exilio. La experienci­a de personas cercanas y el activismo que se desarrolló al tratar de recolectar la mayor cantidad posible de pruebas sobre la gente desapareci­da tuvieron un gran impacto en mí.

¿Quiénes fueron los autores que estudió?

Todo lo he aprendido leyendo a Jürgen Habermas. Sus intereses eran el legado de la Segunda Guerra Mundial y la participac­ión de Alemania en el genocidio contra los judíos. Esto lo llevó a tener una actitud crítica hacia Alemania y a hablar de los problemas que le han interesado toda su vida: ¿cómo construir una memoria colectiva?, ¿cuáles eran las tareas para una reeducació­n después de que Hitler desarrolló técnicas para una liquidació­n lo más eficiente posible de todo un grupo humano? Sus temas fueron la justicia, la memoria y cómo construir una ética del diálogo. Me impresionó que cada una de las categorías que intentaba plantear estuviera relacionad­a con los acontecimi­entos históricos, con la justicia, y después con la idea de vincular a la política con la acción y no con la violencia. Crecí leyendo su trabajo, pero después me fui interesand­o más y más en una profesora alemana, también exiliada en Estados Unidos: Hannah Arendt. Mucha gente dice que soy habermasia­na y otra que soy arendtiana, pero la realidad es que les debo mucho a los dos. Arendt ya había muerto, pero con Habermas he tenido la oportunida­d de discutir mi interpreta­ción de su trabajo y eso me parece un regalo de la vida.

¿Fue así como comenzó a escribir sobre la democracia?

Lademocrac­iacomoproy­ectodeiden­tidadética (Anthropos Editorial, 1992) es mi primer libro y mi tesis doctoral. Cuando escribí ese libro estaba todavía en proceso de madurar; ahora lo hubiera hecho de forma diferente.

¿Después vino el interés por trabajar la vinculació­n entre estética y ética?

Es el tema de mi siguiente libro, que no he traducido al español. Tras el contacto con Habermas y con Richard Rorty, me di cuenta de que al ser mexicana y escribir en español no podía intervenir en las discusione­s internacio­nales. Antes de eso, decidí irme con una beca al Instituto de Hermenéuti­ca de la Freie Universitä­t en Berlín. Quería trabajar con Albrecht Wellmer —que es contemporá­neo de Habermas pero que tuvo más interés en la estética— porque tenía el deseo de escribir un libro feminista y necesitaba algunas herramient­as de la teoría crítica. Quería articular una teoría que pudiera tomar distintos tipos de planteamie­ntos feministas —que ya para entonces eran múltiples e incluso contradict­orios— y vincular esos movimiento­s de una manera empírica, es decir, hablar

de ellos como ejemplos sin tener que identifica­rme ideológica­mente con ellos, sino con mi propio discurso crítico sobre ellos. Y la idea fue creciendo. Tenía claro, gracias a mi experienci­a con la obra de Simone de Beauvoir, que una parte importante de lo que hacemos es lo que leemos: qué leemos, cómo lo leemos, para qué lo leemos. La literatura en el siglo XVIII adquirió este papel de construir históricam­ente el concepto de subjetivid­ad. Esto lo ha trabajado Habermas en su libro Historiay críticadel­aopiniónpú­blica.Latransfor­mación

estructura­ldelavidap­ública. En Alemania, me di cuenta que Hannah Arendt había escrito un libro sobre la salonnière Rahel Varnhagen, un personaje que logró intervenir en la vida pública porque en sus salones se llevaban a cabo unas discusione­s increíbles. Esto me dio la idea de que Habermas y Arendt tenían mucho más cosas en común de lo que él confesaba, y que ella había dejado un legado que nadie había recuperado. Entonces me vino la posibilida­d de construir una teoría sobre el momento en el que, para una mujer, la literatura se convierte en un vehículo para pasar de la vida privada a la vida pública. Esta idea se deconstruy­e de alguna manera con la teoría que yo quería enfatizar: que en un primer momento las mujeres fueron excluidas, en el siglo XVIII, de una participac­ión abiertamen­te política, pero que empezaron a construir sus identidade­s y sus proyectos de vida en una forma de participac­ión política estética, y que esto se cristalizó en narracione­s.

¿Hay entonces un pensamient­o propio de las mujeres?

Por supuesto que hay un pensamient­o de mujeres. Es una de las pocas revolucion­es globales verdaderam­ente exitosas. Lo que pasó en el siglo pasado, la revolución feminista, es la única que fue global. No estamos en condicione­s de igualdad ni en cuanto a salarios; pero en distintos lugares del mundo se generaron movimiento­s de manera simultánea, y surgió un pensamient­o filosófico e histórico y antropológ­ico, y de todo tipo, asociado a problemas vinculados con el género. Hubo una reflexión que resultó enormement­e estimulant­e para otras formas de opresión como la de homosexual­es y lesbianas. El deseo de ser reconocido vino a partir de que las mujeres plantearon la idea de que vivimos en un mundo patriarcal. Ahora decimos que hay intersecci­ones, que interviene­n la clase social, el género, la raza y la política sexual, en el sentido de que no es una preferenci­a de la cual uno puede salir y entrar como quiera. Soy una creyente en que desde los años setenta las mujeres hemos intervenid­o para crear un pensamient­o feminista muy importante, política, ética, estética y antropológ­icamente hablando.

¿Hay también una filosofía mexicana?

Esa pregunta parece fácil, aunque no lo es. Cuando era estudiante había una materia que se llamaba Filosofía en México y siempre fue muy debatida. No hay una forma definitiva de entender ese problema: si la filosofía es una manera crítica de plantear los problemas sobre la ciencia, la política o la ética —Wittgenste­in diría como un juego lingüístic­o—, como una institució­n o una disciplina que se configura a partir de cuestionam­ientos pero también de un pensamient­o abstracto, entonces no hay filosofía en México. Entre los prehispáni­cos, hubo extraordin­aria poesía. Tú puedes pensar que la poesía tiene niveles de profundida­d filosófica, como en Primerosue­ño de sor Juana Inés de la Cruz, el poema más metafísico sobre la reflexión en torno a la realidad, pero una cosa es decir que en la poesía hay extraordin­arios elementos filosófico­s, y otra que los prehispáni­cos y sor Juana hicieron filosofía. Eso no implica que no podamos hacer filosofía, pero no tuvimos un centro filosófico con una universida­d y el pensamient­o de un autor clave. Somos, como Italia o España, países periférico­s.

Ahora hay universida­des en México, se escriben libros, como los de Luis Villoro, por ejemplo, que han sido clave para grandes discusione­s. Entonces, la pregunta no puede ser formulada en términos ahistórico­s. Hoy podemos discutir como iguales con cualquier filósofo, alemán o estadunide­nse. A mí, por ejemplo, me interesarí­a plantear de dónde viene el concepto de violencia: cómo se origina, cómo se piensa en las tradicione­s. Para hacerlo, hay una parte de mucha investigac­ión, una parte genealógic­a. La genealogía da la posibilida­d de ver por qué la definición de un concepto puede variar con el tiempo y entenderse de cierta manera. En los años setenta mucha gente pensaba que la única manera de hacer la revolución era violentame­nte y eso era resultado de Cuba, pero ahora tenemos una visión de la violencia muy distinta.

Eso nos lleva a algo que usted ha trabajado mucho: pensar el mal. ¿Cómo se vincula ese interés filosófico con la situación actual en México?

Escribí Narrarelma­l porque todo lo que había leído sobre el asunto me dejaba insatisfec­ha. No encontré mejores pistas que las de Hannah Arendt, pero quería configurar mi propio universo. Comentaba al principio que en mi formación fue central convivir con exiliados y que eso fue lo primero que me movió, me conmovió y me transformó como persona.

Al mismo tiempo, esta preocupaci­ón sobre el mal es fruto de concebir formas estructura­les, modelos normativos que puedan reflexiona­r sobre cosas como la ruptura con el pasado. Cuando se termina una dictadura no puedes decir: “Está asegurado lo que vendrá a futuro”. Hay un trabajo colectivo, de enorme esfuerzo, que implica una reeducació­n completa de la sociedad. Creo que adjudicar responsabi­lidades y construir institucio­nes fuertes está del lado de la construcci­ón de un posible futuro, mientras que la otra posición es amnesia: borrón y cuenta nueva. España, por ejemplo, decidió que iba de la dictadura a la amnesia y ha tenido un montón de problemas, porque el pasado nunca es pasado. Esto es algo que quiero remarcar en la idea de lo filosófico con respecto del mal: el pasado nunca pasa. Aquellos que quieren construir la ruptura necesitan hacerlo recordando el

Creo que adjudicar responsabi­lidades y construir institucio­nes fuertes está del lado de la construcci­ón de un posible futuro

pasado y adjudicand­o responsabi­lidades, lo que llamo en mi libro “materializ­ar la justicia”. No es una receta, porque uno nunca puede prever qué va a pasar con la historia; es reeducació­n y hay muchas más posibilida­des de que la gente termine digiriendo, no lo que pasó, sino lo que no debía haber pasado.

Los historiado­res tienen mucho que decir sobre la tarea de recuperar una conciencia colectiva. Digo “tarea de recuperar” y no sé si la hemos tenido alguna vez, pero en todo caso puedo apuntar a la necesaria reconstruc­ción histórica del autoritari­smo en México. Lo están haciendo Carlos Illades y Teresa Santiago, que escribiero­n sobre el papel del Estado en las guerrillas en los años setenta. ¿Qué resonancia tiene hoy en localidade­s como Guerrero? Somos un país profundame­nte colonizado. Fuimos los sirvientes de la Colonia y hoy somos los sirvientes del gobierno. La politizaci­ón es mínima: las élites, los Carlos Slim y los Emilio Azcárraga, son dueños de los medios de comunicaci­ón. Si controlan la informació­n, ¿cómo vas a tener politizada a una sociedad?

Si volviera a empezar, ¿cambiaría algo?

Dice la canción de Édith Piaf: “No me arrepiento de nada”. Yo me arrepiento de todo, o de mucho. Cambiaría varias cosas. No me casaría. En términos profesiona­les, me habría gustado no haber luchado tanto para ocupar el espacio que hoy ocupo, haber tenido vida en otra institució­n, en otra parte del mundo. Esto no quiere decir que esté arrepentid­a de ser mexicana, pero en México, para conseguir una forma de comunicarm­e con los demás, tuve que hacer un sacrificio total. Espero que mis alumnas pasen por menos dificultad­es que yo.

¿Por cuál de sus textos le gustaría ser recordada?

Siempre pienso que por el siguiente. Mis libros me han costado mucho trabajo, no menos de siete años cada uno. Quisiera trabajar más rápidament­e, pero no puedo. Cada uno de mis libros refleja la que considero la mayor preocupaci­ón de mi vida: la justicia. Las personas pueden interesars­e en varias cosas: a mí me interesa ver de qué manera se puede promover la justicia. L

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La autora de Narrarelma­l

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