ace años me quejaba amargamente porque ante la obtención del Premio Nobel por parte de Octavio Paz, nadie hubiera salido a celebrar al Ángel de la Independencia como solía hacerse ante el más ridículo triunfo pambolero de la selección nacional, y ahora que lo pienso, siendo el autor de Águilaosol tan reacio a cualquier forma de populismo, hubiera visto un acto así como parte de las inocuas simetrías que pueblan al mundo o una provocación del comunismo internacional.
Y ahora que vi a la gente arremolinándose en Paseo de la Reforma para celebrar de manera hasta prosaica el triunfo en los premios Oscar de Guillermo del Toro, pensé que faltaba muy poco para que lo convirtieran en el Niño Fidencio. Está bien que fue la historia de un amor que nos hizo comprender todo el bien, todo el mal, y le dio luz a nuestras vidas, pero no hay que exagerar.
Menos aquellos que querían que Del Toro se envolviera en el lábaro patrio y se arrojara desde el Teatro Dolby para caer en la ceremonia por el cumpleaños del PRI, donde el dotorMit se planchó los viejos discursos de Colosio al ritmo del clásico de Coco, “Remember Me”, para transportarnos a Lomas Taurinas. Casi, casi un momento tan bonito para recordar como cuando Golden Boy Promotions anunció que el Canelo dio positivo a clembuterol en los exámenes que se le aplicaron. Y Saúl Álvarez, en el mejor estilo de ChickenLittle Anaya frente a la PGR, declaró (como si lo hubieran cachado en una triangulación) que se someterá a todas las pruebas que se le requieran para aclarar este vergonzoso incidente, confiando en que al final la verdad prevalecerá. Imaginen cómo será cuando al candidato por el Frente le pregunten cómo es la vida en lo más oscurito de Los Pinos. Mejor, cuando tengan que dar respuestas a preguntas incómodas, deberían responder como nuestro nuevo héroe nacional, el gran Guillermo del Toro: “¡Porque soy mexicano!”.