Los espacios seguros para las mujeres también son más exitosos
La violencia, en todas sus formas (física, sexual, verbal, etcétera) daña no solo a la víctima. Claro, la víctima es la persona más perjudicada del acto de violencia; pero me refiero a que también los ambientes y los contextos se lastiman cuando existen actos o situaciones de violencia. Por ejemplo, la guerra impone violencia sobre una población que empieza a tener consecuencias de violencia social, económica, patrimonial y que empieza a complicar la resolución de conflictos particulares y, finalmente, la guerra misma. Así sucede incluso en los ambientes más familiares.
En mi vida he visto muchos casos de violencia en contra de mujeres. Algunas de ellas familiar o laboral; pero siempre con daños que sobrepasan la esfera personal de la víctima. Las mujeres que sufren violencia o abuso físico dentro de su casa (ya sea por su pareja, por hijoshijas, padres) empiezan a ser más inseguras en las calles, escuela o trabajo. Pierden productividad, se enferman más (más allá de los daños provocados por la violencia física en sí misma, también se afecta el sistema inmunológico, el sistema nervioso, digestivo y otras afectaciones orgánicas pueden suceder). Esto las lleva a tener más gastos y además a tener afectaciones psicológicas que marcan la forma en que se relacionan, o en la forma en que reaccionan. La violencia, entonces es un espiral de consecuencias.
Por ello, es importante que al hablar de violencia, de violencia de género o de la agenda pública de seguridad, de género o de salud, se hable desde la perspectiva de integralidad. No podemos tener políticas públicas efectivas para erradicar la violencia de género, si no consideramos dentro de las mismas toda una política de reintegración, trabajo, salud, impartición de justicia y sistema familiar dentro de ellas. Actualmente, muchos de los casos de violencia son “binarios”: hay una víctima, a la que hay que separar del ambiente de violencia; y hay un victimario, que debe ser castigado. Debemos poner en la agenda pública cómo estamos atendiendo a las familias, cómo se trata al agresor, los contextos sociales de la víctima, la posibilidad de reintegrarse a la vida social, productiva y escolar; así como empezar a sentar las bases de instituciones más sólidas, expeditas, profesionalizadas y sustentables para atender la violencia. Hacer políticas preventivas de la violencia, que eviten el escalamiento de la misma dentro de las familias, escuelas, trabajos y espacio público. A partir de esto podemos ver qué rol juega también la sociedad. Es decir, una escuela segura no necesariamente es la que tiene los programas preventivos institucionales (por ejemplo “Mochila segura”) o que tenga personal de seguridad en sus instalaciones; sino es aquella que además de tener estas estrategias, también trabaje en la integración de las familias con el ambiente escolar, quien pueda proponer modelos de inclusión e igualdad y pueda abrirse como espacio libre de violencia a su colonia o comunidad. En resumen, una escuela segura es aquella donde todos los que integran sus grupos de interés asumen su responsabilidad para evitar la violencia y que promueva relaciones sociales más seguras. Tenemos por delante entablar un diálogo social en el que todos podremos participar. Esto nos da la oportunidad de involucrar y asumir roles de responsabilidad que nos permitan participar a todos para mejorar la convivencia y el desarrollo.