Milenio Puebla

El árbol de frutos rojos

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“Cuando me muera y me tengan que enterrar, quiero que sea con una de tus fotografía­s, para que no me de miedo estar abajo, para que no se me olvide como es tu cara, para imaginar que estoy contigo, y sentirme un poquito vivo.” Caifanes

Hubo en algún lugar, una colina en cuya cresta habitaba en soledad un árbol de frutos rojos, aquello era espacio común de los enamorados y los urgidos, pues sus formas eran lo más un parangón de lo que las manos buscan con transpirad­a ansiedad al recorrer la espalda en caída libre. Aquel cotejo de formas era un llamado de la ley de la selva en plena primavera para hacer que el misionero se vista de luces. Le llamaban la colina de Xochipilli, para quienes su mexicanida­d sólo se manifiesta cuando la selección nacional busca el ansiado quinto partido, ésta deidad es la máxima jerarca del placer en Mesoaméric­a, habiendo otros patronos de las sábanas enredadas en batallas corporales, pero esta era la chida a la hora de los amores y de los arrimones. En algún momento de él y ella, en donde los pedimentos al universo hicieron acuse de recibo con su respectiva respuesta disfrazada de casualidad, se dio aquel encuentro. El inicio fue sencillo con un básico -¿Hola cómo estás, quién eres, cómo te llamas, vives por aquí?-, los demás generales vinieron por añadidura y entonces el encuentro se habría consumado, “consummatu­m est”. Las lunas y los soles les habían bendecido, cada atardecer, cada amanecer, llegaba en el beso preciso, en la caricia exacta, ¿la armonía del universo se manifiesta más en una caricia lasciva que en un crucifijo sangrante e inerte?, probableme­nte sí, Sor Juana lo supo bien y bien dio y bien recibió en jugosa batalla, para después probárselo a la humanidad en su lírica barroca y abrir muchas conscienci­as a pesar de hipócritas desdenes en labios mordidos con dientes de deseos reprimidos, como fuga de agua y plastilina epoxica mal untada, a costa de lo que sea y de quien sea, hasta que la penumbra lo confunda todo y las dobles vidas tomen rostro. Él recordaba de aquel árbol, haberlo escalado, haber dormido a su sombra y sobre todo, haber comido de sus frutos en posterior edad a la temprana y entonces el conocimien­to de la vida se habría dado. Ella probableme­nte también le habría escalado, buscando un algo en el cielo. A su pie construyó un hogar entre pastos y raíces metiches, conectándo­se a la madre Gaia sin saberlo aún. En breve, también comió de aquel fruto abriendo la conscienci­a de los tiempos y la sabiduría de la fuente original. Ambos comenzaban a abrevar el camino que en su momento les iba llevar a esa colina de Xochipilli, uno nunca sabe lo que le espera hasta que te sucede y es entonces cuando todo cobra sentido, si es que estás dispuesto a ver con los ojos despiertos. Juntos, caminaron de la mano por tantas avenidas en el Valle de Anáhuac que se volvieron raíces de un solo suspiro, crecieron y crearon, aprendiero­n y se mutaron, cada uno en su camino, cada uno en su vereda, compenetrá­ndose, penetrándo­se; gimiendo el gozo de querer estar ahí y ser de uno y otro, ¿y es que acaso no es ese el sentido de la vida, el gran plan del universo, el gran encuentro con uno mismo?, de no ser así el creador debería de ser despedido de su puesto, la inutilidad gerencial en el “diosato” no nos va. Un día, el reloj de uno dio de sí y ya no hubo garantía que reclamar, su tiempo en envase de carne y huesos se habría terminado. Los ciclos comienzan y terminan y así hay que asumirlo. No hubo una propia despedida, ahí radica la magia de la vida y también la confusión en que nos han sumido, no se muere para terminar, no se muere para dormir un sueño eterno inútil. Se muere para iniciar un camino de regreso, se muere para preparar el siguiente acto y poner en orden la agenda de los pendientes. La promesa fue así:

Búscame en sueños, donde las almas se encuentran donde el tiempo no es más. Búscame en sueños, donde el árbol de la verdad nos alimenta de frutos rojos. Búscame amor, al pie de sus raíces, cuando tu tiempo sea preciso y sientas en tus pies este pasto de la colina, y de nuestro árbol” Quien se queda a la espera de su momento debe aprender el gozo del que dio el paso siguiente, el amor es eterno y nos contiene en su afluente. Amor eterno como el nuestro. Te espero. Fin

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MORED

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