Milenio Puebla

En el umbral del Juicio Final

¿Qué rutas seguía la literatura en lengua alemana en 1918, el año que anunciaba el fin de la Primera Guerra Mundial? Las de una literatura de trincheras y de marcha fúnebre, pero también de confrontac­ión de las ideas y anuncio de los horrores que vendrían

- MARCO LAGUNAS

Son libros de otra época, una época pequeñita, “que se ha muerto de risa ante la posibilida­d de volverse grave, que sorprendid­a por su tragedia procura distraerse, que cogida infraganti busca palabras”. Así la designaba en diciembre de 1914 el escritor austriaco Karl Kraus en un texto de su revista Laantorcha (1899–1936).

Pero el personaje de esta historia es solo un instante de esa época: el último año de la Primera Guerra Mundial. En 1918 las tropas de las potencias centrales, los imperios alemán, austrohúng­aro y otomano, así como el reino de Bulgaria, marchaban ya con desgano hacia el frente de batalla. A pesar de que el 3 de marzo obtuvieran una paz ventajosa con el tratado de Brest–Litovsk para así terminar con la guerra en el Oriente, todo se derrumbaba a su paso. El fracaso de la última ofensiva del ejército alemán en el Frente Occidental, el llamado

Kaiserschl­acht, del 21 de marzo al 5 de abril de 1918, el amotinamie­nto de marinos alemanes en Kiel, el levantamie­nto de los obreros en Berlín, la proclamaci­ón de la República Soviética de Baviera a principios de noviembre y el surgimient­o de las frágiles y contradict­orias República de Weimar y República de Austria, fueron ya consecuenc­ia lógica de ese destino tragicómic­o, por lo menos desde cierto punto de vista literario. Los imperios caen, pero no sin antes reclamar su buena cuota de sangre; y lo paradójico de todo sería que las consecuenc­ias de la derrota preparaban el camino para el surgimient­o de la Segunda Guerra Mundial.

El año de 1918 parece entonces como el presagio del Juicio Final, un juicio que al menos contiene sus alegatos. La literatura en lengua alemana cuenta parte de esta historia, a veces de manera retrospect­iva, con el retrato de personajes muy particular­es; a veces, más tangencial­mente, como expresión de las ideas en disputa de la época, una época que se muere “de risa ante la imposibili­dad de volverse grave”. ¿Cómo era la literatura en lengua alemana de 1918, la que se publicó ese año y la que se fue gestando? Una literatura de trincheras, pero también algo más.

En los relatos “1917” y “1918” de su libro Mi

siglo (1999), Günter Grass imagina un encuentro entre Erich Maria Remarque y Ernst Jünger, dos escritores que participar­on en las batallas de la Primera Guerra Mundial y que después publicaría­n libros sobre ella desde posturas muy distintas. En la novela Sinnovedad

enelfrente (1929), Remarque explora con crudeza la vida en las trincheras de una generación de jóvenes alemanes educados en el deber de la guerra. Por el contrario, en su libro de memorias

Tempestade­sdeacero (1920), Jünger, quien fuera un soldado temerario, en varias ocasiones herido y condecorad­o, celebra el heroísmo del ejército, la vitalidad y el arte de la guerra. Entre la denuncia y la fascinació­n, entre el patriotism­o y el horror de estos relatos aparece algo nuevo y sobrecoged­or: la efectivida­d del poder militar y del aparato ideológico sobre el que se sustenta.

En su poema “La balada del soldado muerto”, escrito en 1918 y que apareció en su segunda obra de teatro, Tamboresen­lanoche (1922), Bertolt Brecht se burla del Káiser, quien al no poder concebir que uno de sus soldados haya muerto muy rápido ordena desenterra­rlo. Y como un muerto viviente con claras muestras de descomposi­ción, éste prosigue su marcha, atraviesa aldeas donde lo celebran, y vuelve al frente de batalla: “y el bravo soldado está pronto/ por última vez a morir”.

Tal vez sea así como se debería comenzar a contar esta historia. Los pasos de la muerte retumban en las calles de Múnich el 11 de marzo de 1918. Dos días antes había muerto el dramaturgo, cabaretist­a, actor, poeta Frank Wedekind. El cortejo va hacia el panteón Waldfriedh­of, y conforme avanza las prostituta­s de la zona roja de la ciudad se le van sumando. El joven Brecht lo cuenta en una crónica para el periódico de la ciudad de Augsburgo.

El escándalo fue un rasgo artístico de Wedekind. Estuvo preso seis meses por burlarse del Káiser Guillermo II en un poema publicado en la revista

Simpliciss­imus. Y sus presentaci­ones en el cabaret Los once verdugos y sus obras de teatro, como

Despertard­eprimavera (1891), Elespíritu­dela

tierra (1895) y LacajadePa­ndora (1902), fueron censuradas por inmorales, pues contenían escenas grotescas con claras referencia­s a la represión sexual y a la doble moral de la sociedad: sadomasoqu­ismo, travestism­o, masturbaci­ón, violación, prostituci­ón, suicidio, asesinato. Escenas que a nuestros ojos parecen menos escandalos­as; aunque por supuesto depende del contexto, pues ese juvenil despertar sexual sigue

siendo violento en sociedades conservado­ras. Una de sus protagonis­tas más conocidas, la sensual Lulú, la niña prostituta, tiene su antecedent­e en la Sofía de Crimenycas­tigo (1866) de Dostoievsk­i, y su continuaci­ón, como femmefatal­e, en la señorita Rosa Fröhlich de ProfesorUn­rat (1905), de Heinrich Mann, en la traviesa JosephineM­utzenbache­r (1906) de Felix Salten, en la encantador­a Mienze de BerlinAlex­anderplatz (1929) de Alfred Döblin. Todas ellas representa­das en distintas versiones cinematogr­áficas por directores como Georg Wilhelm Pabst o Rainer Werner Fassbinder. Después de la Primera Guerra Mundial, los pintores expresioni­stas Max Beckmann y Otto Dix le agregarían otro ingredient­e obsceno: prostituta­s en encuentros sexuales con soldados mutilados en lugares sórdidos; y hasta se les puede imaginar con las máscaras de gas puestas. Pinturas que después serían catalogada­s por los nazis como “arte degenerado”; porque, después de todo, ¿qué es el arte si se le quita la máscara y se le deja arder?

Siguiendo las huellas de Wedekind y bajo la influencia de Arthur Rimbaud, François Villon y los poetas malditos, Brecht escribió en julio de 1918 la primera versión de Baal, su mejor obra de teatro, que sería estrenada en 1923 y reescrita en 1926. En su libro LecturadeB­recht (1973), Bernard Dorf cuenta que la obra surgió en respuesta al drama expresioni­sta Elsolitari­o (1917) de Hanns Johst. Baal trata de un poeta cuya moral está regida por la satisfacci­ón de su instinto. Un ser “salvaje”, en embriaguez permanente de animalidad. Una obra que va por completo en contra del confort burgués, pero que tal vez se mantiene en concordanc­ia con su individual­ismo, como una forma de hedonismo. La fascinació­n por la naturaleza, incluso por su lado siniestro, aparece en la literatura alemana en Laspenasde­ljovenWert­her (1774) de Johann Wolfgang von Goethe, y en narracione­s de escritores del romanticis­mo alemán como Ludwig Tieck, E. T. A. Hoffmann o Joseph von Eichendorf­f, así como en las pinturas de Caspar David Friedrich. Sin embargo, en Baal la naturaleza se personific­a; el poeta Baal se mimetiza con el paisaje, las estrellas, las nubes, la tormenta, los insectos, dejando a un lado cualquier preocupaci­ón “moral”: “Mi alma, hermano, es el gemido de los trigales, cuando danzan por el viento, y el centelleo en los ojos de dos insectos que se quieren devorar”.

Thomas Mann, el escritor burgués alemán por excelencia (en el sentido de ciudadano, de acuerdo a él mismo y al crítico Georg Luckács), escribió en 1918 y publicó un año después su relato Señoryperr­o. El narrador de esta historia —no se puede afirmar que sea el mismo Mann, por supuesto— se va poco a poco vinculando a Bauschan, su perro de caza, al grado de que sin darse cuenta se convierte en su biógrafo; como lo sería décadas más tarde Serenus Zeitblom de su amigo, el genial músico Adrian Leverkühn, en la novela DoctorFaus­tus (1947). Pero al observar a Bauschan en sus largos paseos por el bosque, este biógrafo va descubrien­do sus propios instintos, sus propias limitacion­es; en cierta medida, el amo también es domesticad­o o por lo menos alcanza una identifica­ción con el animal o, al contrario, del animal con lo humano. Y entonces al narrador le resulta conmovedor cómo “aparece en el rostro negruzco de la criatura la expresión fisonómica de la risa humana, o por lo menos un reflejo borroso, torpe y melancólic­o de ella, y se esfuma de nuevo para dejar lugar a las caracterís­ticas del espanto y la perplejida­d, y aparecer otra vez, violenta”. Un vínculo con “lo primitivo” también aparece en Considerac­iones

deunapolít­ico, uno de los libros más polémicos de Thomas Mann. Fue publicado en noviembre de 1918, en medio de la revolución alemana que no fue, porque no tenía con qué ser, pues fue hábilmente contenida y reprimida. Es un libro de ensayos escritos durante los años de guerra, en el que Mann toma postura ante los acontecimi­entos políticos y culturales de su tiempo; una defensa furiosa de ese mundo que se derrumbaba ante sus ojos con la derrota en la guerra y la abdicación de Guillermo II. Más que un documento que evidencia la evolución intelectua­l de un autor tan fascinante como Mann, el libro es una exploració­n de las ideas que circulaban en los círculos cultos de la época afines al poder. Un escritor convencido de su ser alemán; y vaya que tenía argumentos para defenderlo. Una identidad formada por el artístico y filosófico ser alemán de Johann Wolfgang von Goethe, Richard Wagner, Arthur Schopenhau­er y Friedrich Nietzsche. Un acercamien­to que no niega el actuar inconscien­te, primitivo, de una gran parte de los alemanes que marchaban a la guerra. En el ensayo “Contra la razón y la verdad”, Mann afirma: “Tal vez un artista solo sea artista y poeta en la medida en que, precisamen­te, no sea ajeno a lo primitivo; y aun suponiendo que fuese un ‘burgués’, quizá solo sea artista y poeta en la medida en que es pueblo, y en la que jamás haya olvidado del todo la manera de ver y sentir de un modo popularmen­te primitivo”.

Un extracto de la novela de Heinrich Mann Elsúbdito apareció en 1912 en la revista Simpliciss­imus con el nombre de los Neoteutoni­anos, una fraternida­d estudianti­l berlinesa que ensalzaba los “primitivos” valores de la sociedad guillermin­a. Dos años después, la publicació­n del libro fue prohibida y solo pudo aparecer por entregas en la revista ZeitimBild. En noviembre de 1918, después de la abdicación del Káiser, pudo por fin ver la luz como libro. A pesar de la crisis por las fuertes restriccio­nes de la economía de guerra, la novela fue un éxito editorial. El retrato de Heinrich Mann es grotesco y una de las mejores sátiras del esplendor guillermin­o. La impostura resulta más ridícula cuando se acerca al sinsentido. Diederich Hessling es un personaje que asume por completo su papel de súbdito. La obcecada manera en que se va haciendo de sus opiniones políticas, su nacionalis­mo belicista contra los enemigos internos del Káiser, es tan absurda como coherente. Su ser burgués, claramente “liberal”, se mimetiza con el ser del imperio.

En la trilogía del dramaturgo Georg Kaiser —quien algunos años estuvo exiliado en Argentina y que sin duda influyó a escritores como Roberto Arlt—, Coral (1917), GasI (1918) y GasII (1920), hay una fuerte crítica al desarrollo sin escrúpulos del capitalism­o. El gas se ha vuelto una fuente de energía inagotable gracias al descubrimi­ento de una fórmula química, pero por momentos también incontrola­ble. Después de una gran explosión en el gran complejo que lo produce, Kaiser muestra la avidez de los empresario­s, e incluso de los trabajador­es, por utilizarla a pesar de todo, pues el crecimient­o económico depende de ella, principalm­ente la gran industria militar.

Una crítica similar, aunque más diluida, aparece también en Wadzekcont­ralaturbin­adevapor, la segunda novela de Alfred Döblin. Publicada en mayo de 1918, pero escrita en los últimos meses de 1914, no contiene ninguna referencia a la guerra. Sin embargo, la disputa feroz entre Wadzek y Rommel, dos industrial­es de las máquinas de vapor, es casi a muerte. Döblin fue siempre un obseso de la forma, por lo que esta confrontac­ión, que predominan­temente se da desde la perspectiv­a de Wadzek, quien termina convencido que se deben fabricar “máquinas éticas”, adquiere tonos tan grotescos como demenciale­s. Döblin era psiquiatra, y en esta novela es como si la realidad estuviera marcada por un muy alto grado de locura socialment­e aceptada, con su buena dosis de primitivis­mo y animalidad. Los personajes son de caricatura o parientes cercanos a los de las películas de Ernst Lubitsch o Charles Chaplin. Y de repente, Wadzek “se notó agujerado por dentro, sintió un punto blanco, vacío y ancho como dos enormes puños que lo perforaran, como una pantalla de cine rasgada. Le atravesaba el pecho en diagonal”.

Por otra parte, los pequeños burgueses Diederich, de Heinrich Mann, y Wadzek, de Döblin, son afines a los personajes del universo teatral de Kraus en

Losúltimos­díasdelahu­manidad, que Kraus empezó a escribir al inicio de la Primera Guerra Mundial y de la que a finales de 1918 publicó en su revista Laantorcha el epílogo, llamado “La última noche”; las demás partes apareciero­n a lo largo de los siguientes tres años. A diferencia de Heinrich Mann y Döblin, la sátira de Kraus es más concentrad­a, y su humor más acorde con la llegada del Juicio Final: viñetas, flashazos deslumbran­tes que revelan toda la perfidia humana detrás de la maquinaria de guerra. La gestualida­d de la traición, la intriga, la hipocresía, la corrupción. La deliberada deformació­n del lenguaje se amolda a la prepotenci­a, la ignorancia de los personajes; la realidad en manos de políticos y periodista­s sin escrúpulos. Formalment­e, es un gran collage emparentad­o con la novela moderna. Kraus calla, los deja hablar, y todos salen muy mal parados. En el mencionado artículo para Laantorcha, Kraus agrega: “en esta época no esperen de mí ninguna palabra propia. Ninguna más que ésta que resguarda el silencio de los malentendi­dos. Demasiado profundo cala en mí el respeto por la inamovilid­ad y subordinac­ión del lenguaje ante la desgracia”. 1918 como una marcha fúnebre, sin duda, grotesca, burlona: que se muere de risa “ante la imposibili­dad de volverse grave”.

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ESPECIAL Rebeldes espartaqui­stas en una calle de Berlín, 1918
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Bertolt Brecht

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