La legalidad, asignatura perdida
La mayoría de los mexicanos supone que se puede prescindir de la norma, incluso, no pocos ven en ésta un obstáculo o problema; las coartadas para incumplirla están en la vida cotidiana
La ley es vista como un instrumento de persecución política, así lo ha planteado López Obrador en los casos polémicos de sus nuevos aliados
De siempre, la sociedad ha tenido un desencuentro con la ley. Por una parte, sus élites políticas pretendido dirimir en el espacio de la norma las grandes transformaciones. Todo cambio sustantivo ha aspirado a hacer su propia Constitución; los giros sexenales han hecho de la Carta Magna sitio para fijar el cambio que se pretende. Se ha pretendido mucho de la norma, como si ésta por sí misma transformara al país y así se han inscrito derechos que no se cumplen en la práctica; la reforma legal importa, y mucho, pero no puede hacerse a contrapelo de la realidad que pretende regular.
La mayoría de los mexicanos supone que se puede prescindir de la norma, incluso, no pocos ven en ésta un obstáculo o problema. Las coartadas para incumplirla están en la vida cotidiana. La actividad del Estado para hacer valer la ley se entiende como una acción represora para hacer valer un injusto orden de cosas. El desencuentro con la ley no es tema de ahora, es un problema de profundas raíces históricas.
Hoy México ha consolidado su democracia liberal: elecciones justas y vigencia de la economía de mercado. Pero un supuesto de su funcionalidad es la legalidad y allí está buena parte del problema. La impunidad se muestra como maldición contra el avance político e institucional, conjuro que tiene como origen la ambigüedad generalizada ante la norma legal. Esta insuficiencia es compartida por las élites y también por la sociedad. El tamaño de la economía informal y la práctica regular de la mordida son unas de sus expresiones. Pero también está la corrupción en sus múltiples formas, así como la criminalidad y la violencia extremas.
La realidad es que en los proyectos en competencia por el poder no se ha planteado con claridad el valor de la legalidad. Quizá porque electoralmente no es rentable; quizás porque las coartadas para resolver en el imaginario colectivo muchos de los problemas poco tienen que ver con hacer valer la ley, de hecho una de las propuestas más polémicas, la de la amnistía a criminales para lograr la paz por López Obrador e implícitamente avalada por una parte de la Iglesia, es una propuesta a contrapelo no solo del sentido profundo de la legalidad, sino de un sentimiento básico de justicia.
La ley es vista como un instrumento de persecución política, así lo ha planteado López Obrador en los casos polémicos de sus nuevos aliados que van desde la profesora Gordillo hasta Napoleón Gómez Urrutia, y ahora Nestora Salgado, quien ha estado en el centro de la dis-
cusión pública por el señalamiento que hiciera José Antonio Meade en el segundo debate de candidatos. La aspirante por lista al Senado está sujeta a proceso penal; los cuestionamientos de las víctimas son insoslayables, no es cierto que hubiera sido exonerada, ¿por qué habiendo muchos simpatizantes o miembros del Morena con credenciales impecables se escogió a una persona bajo cuestión?
La realidad es que, optar por la ilegalidad o si se quiere por las fronteras de la legalidad, en México no tiene costos políticos de peso, tan es así que la discusión sobre la candidatura de
Nestora Salgado no es de estricto carácter legal, sino de justicia, es decir, el peso del testimonio de las víctimas. En estricto apego a derecho, una persona sujeta a varios procesos penales no sería candidato; como tampoco Napoleón Gómez Urrutia estaría en la boleta en un lugar seguro para acceder al Senado.
La legalidad está sometida no solo al tema de justicia —impreciso y subjetivo—, sino al de la opinión pública. López Obrador le ha tenido que sumar a la Carta Magna vigente, su constitución moral, que no es más que el código que avala su proyecto y su particular sentido del deber, a contrapelo de lo que es la norma definida mediante los procesos propios de la certeza de derechos y organización del Estado.
Es un problema mayor que las cosas ilegales sean cuestionables no por sí mismas, sino porque sean injustas y condenables. Esto es evidencia de que la legalidad no es un valor en sus propios términos, sino que debe acompañarse de atributos que hacen perder su rigor y sentido.
En este mismo sentido existe la práctica de confiar más en las personas que en las instituciones, más en la voluntad de quien se asume modelo de probidad, que en los procedimientos institucionales que generan resultados concretos y medibles. Por este déficit de legalidad no son pocos quienes consideran que los problemas fundamentales del país habrán de resolverse cuando llegue al poder un imaginario portento de honestidad y buena fe.
La fantasía caudillista es una coartada falaz, una trampa mortal para el sinuoso proceso de construcción democrática. La impunidad que ofende y anula no acabará por voluntad del iluminado en el poder, sino cuando exista plena vigencia de la ley.