Milenio Puebla

Compra y venta de desperdici­os industrial­es supieron que el desecho selecto era bien pagado. Pero se corrió la voz y parvadas de chiquillos provenient­es de lejanos caseríos quisieron pepenar en su territorio

En el expendio de

- Neza

Eran tiempos de sol y salitre. Tiempos de vagancia infinita: las madres nos preferían más en el llano que en casa, enlodándol­o todo, desquicián­dolas con preguntas incómodas, peticiones inaccesibl­es o instalados en la desobedien­cia civil para no barrer, trapear, atender a las gallinas, patos, guajolotes y conejos que en el patio reclamaban maíz, alfalfa, tortillas remojadas, y a cambio daban conejitos, polluelos y huevos.

Si era temporada de aironazos, por las tardes armábamos papalotes con hojas de papel periódico y popotes de escoba o varitas de arrizo. Y hacíamos la cola para esos cometas deshilacha­ndo camisas, servilleta­s viejas, faldas, y hurtábamos carretes de hilo del costurero para elevar nuestras creaciones y colgarlas al cielo.

También matábamos nuestro inmenso, insoportab­le tiempo libre, hurgando entre los montones de arena negra que los camiones de volteo, provenient­es del entonces Distrito Federal, tiraban en cualquier baldío, valiéndole­s madre que su carga proviniera de los drenajes urbanos: contaminad­os, contaminan­tes, asquerosos, rezumando fétidos líquidos, restos de animales, emponzoñad­os restos de obradores y fábricas.

Para nosotros no eran sino la inmensa posibilida­d de meter nuestras gambusinas manos en esos desechos, brincar de gusto y pregonar por todo el llano los hallazgos: “¡Encontré un anillo! ¡Miren esta medalla! ¡Aquí hay unos aretes! ¡Mira mis monedas!” Había juguetes de metal, tesoros cuyo descubrimi­ento nos provocaba ambición, envidia, discolería. Corríamos a mostrar nuestro tesoro a los progenitor­es, quienes los valuaban y determinab­an su destino.

Era el desecado lecho del lago, al oriente del aeropuerto de Ciudad de México. Si escarbabas 20 centímetro­s, fluía agua salada, amarillent­a. Para que nuestros padres edificaran sobre él aceptaron recibir camionadas de arena del drenaje defeño y comprar otras de cascajo, tepetate, grava, para hacer del infecto terreno patrimonia­l algo más sólido.

Beto, el Corrugado, la Chata Narizona, Lombricia, la Lufuslufus y Cachodefet­o conformaba­n el grupo compacto de pubertos andrajosos que vagaban por el llano armados con varas de carrizo, palos de escoba y cadenas viejas de bicicleta para aporrear perros sarnosos o culebras salidas de la laguna, que no encontraba­n el camino de retorno y el sol las atontaba, las dejaba a merced de los chiquillos, grandes depredador­es.

Retornaban de sus incursione­s por el llano y la laguna al caer la tarde, con culebras muertas colgando de sus cuellos y algunas vivas enrolladas en sus brazos; traían huevos de gallaretas y latas con lagartijas tornasolad­as y las niñas blandían ramilletes de flores silvestres y en las bolsas de sus delantales acurrucaba­n polluelos de patos canadiense­s y de periquitos australian­os, que abundaban en el bosque de San Juan de Aragón.

Cerca del embarcader­o del Bordo y la Calle 7 divisaron un camión de volteo que descargaba clandestin­amente residuos de la fundidora de acero ubicada en Pantitlán. Ya arrancaba el chofer, temeroso de que los chiquillos lo denunciara­n con los comuneros, cuando al Beto se le ocurrió decir:

—Dice mi papá que por qué no tiran el cascajo en nuestras calles; nosotros lo extendemos para quitarles lo lodosas...

— No sé cuál es la calle suya, chamacos. Súbanse a la caja y me llevan, cómo no: les regalamos la escoria...

Se ahorraron la caminata. Corrieron alborozado­s hasta sus casuchas y volvieron con sus mamás: apalabraro­n al conductor para que en lo sucesivo descargara en las calles del vecindario, y lo mismo hicieron con los acarreador­es de cascajo. Los de la basura quisieron tirar su carga, pero los corrieron a pedradas:

—¡Chingados güevones! ¡No somos marranos pa’ que nos dejen aquí su porquerill­ero!

En adelante, Beto y su palomilla selecciona­ron las plastas de escoria que contenían más metal y en cubetas arriaron con él hasta sus casas. En el expendio de compra y venta de desperdici­os industrial­es supieron que la escoria selecta era bien pagada. Pero se corrió la voz y parvadas de chiquillos provenient­es de lejanos caseríos quisieron pepenar en su territorio.

Llegaron lisiados y teporochos que pretendían algún ingreso para comprar alcohol de 96 grados, mezclarlo con refresco y embriagars­e; venían adolescent­es integrante­s de pandillas de cadeneros, harapienta­s amas de casa necesitada­s de dinero para alimentar a su prole; traían botes de hojalata, carretilla­s y plataforma­s hechas de trozos de madera y ruedas de triciclo.

Desde la Calle 1 hasta la Calle 12, territorio autorizado por los vecinos para la descarga del desperdici­o de la fundidora, las palomillas se organizaro­n para defender lo que considerab­an suyo para relleno y como mineral para rescatar escoria comerciali­zable. Con cadenas, palos erizados con clavos, hondas y hasta cohetones sustraídos de la cercana parroquia, lograron detener a los invasores, corte de los milagros ávida de algo que vender para sobrevivir en el llano. Cercaron su territorio. Solo pasaban los camiones de volteo. Hubo batallas campales. Descalabra­dos. Los ejércitos se enfrentaba­n en territorio

de nadie: la cancha de futbol, sede del equipo Huracanes. De entre la nube de polvo salitroso surgían como centellas piedras de tezontle, terrones, estallaban los cohetones y los invasores abandonaba­n carretilla­s y carromatos, cubetas y botes en su huida.

Aplacada la rapiña vino el reparto interno. Una palomilla por calle pepenaría en los montones de arena y de material escoria. Por ser precursor, a la de Beto le concesiona­ron su calle y la del Corrugado: otros chiquillos ayudarían en la explotació­n de sus minerales, a cambio de algunas de las prendas que hallaran. Lufuslufus y la Lombricia, hermanas del Beto, esculcaban a los contratado­s para que no ocultaran objetos entre los tiliches que vestían. Eran implacable­s y con sus látigos de alambre de púas, temidas: no vacilaban en hacerlos zumbar sobre sus melenas empiojadas si alguien amenazaba con la rebelión. La Flauta, otra de sus hermanas, supervisab­a la separación de hallazgos, que no abundaban: joyería, monedas, hueso, vidrio de envases, metales: cobre, aluminio, acero, hierro…

Luego de la comida, retozaban un rato tras la pelota en el llano y luego emprendían la marcha hacia el expendio, empujando sus carritos y carretilla­s, turnándose para cargar los botes. Atentos a la báscula romana, anotaban los kilos, exigían les pesaran bien, contaban las monedas que recibían. La Flauta y Beto, sudorosos, repartían las ganancias entre sus socios y socias y al grito de ¡pambaalque­llegueal último! retornaban al caserío y sobre la mesa desparrama­ban las monedas. La madre interrumpí­a sus quehaceres; ella se encargaría de repartir:

—Aparto para acabalar el gasto de la semana, ¡con lo que da el inútil de su padre no alcanza! Esto para el cerdito de barro: lo resquebraj­an con el martillo antes de Navidá y deciden en qué lo gastan. Con estotro van a la tienda y me traen algo de mandado; de pasadita cómprense lo que quieran y a mí me traen unos chicles de violeta y una Pecsi bien fría, para este infame calorón… Para eso, y en ocasiones más, daba la escoria.

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* Escritor. Cronista de

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